dissabte, 18 de desembre del 2010

Nace el proyecto de revista literaria Escritores Independientes

La semana pasada, en el grupo de Facebook "Escritores Independientes", surgió la idea de crear una revista dedicada a la literatura y centrada en los autores noveles y autopublicados. Tuvo tan buena acogida que decididmos trasladar la propuesta también al grupo "Tertulia de escritores en español", donde nuevamente muchos usuarios se mostraron interesados.


La idea es aconsejar, aprender juntos y demostrarle al mundo entero que hay más escritores, además de los que ya gozan de reconocimiento a nivel mundial, que tienen una obra de calidad, y que son muy válidos a pesar de no aparecer en las listas de éxitos. Por ahora se hará en formato digital (PDF), y se distribuirá a través del blog que estamos creando para ella y a través de todos los blogs y webs que apoyen la idea.

Si eres escritor o trabajas en el mundo editorial y de la literatura y crees que puedes aportar algo, escríbeme a arawna@hotmail.es.

El número 0, si nada falla, saldrá a finales de enero de 2011.

Puedes encontrar más información sobre la revista en nuestro foro.

A continuación puedes ver algunos bocetos de maquetación y diseño:

 



dijous, 25 de novembre del 2010

Parte 1 - Caos / 12




Las horas pasaron y la confusión, la muerte y la destrucción se extendieron a lo largo y ancho de un planeta sumido en una oscuridad tecnológica para la que nadie parecía tener explicación. Sin la electricidad de la que dependían totalmente, la desesperación y la fúria de miles de millones de personas se llevaba por delante toda posibilidad de que se impusiera la cordura, y cada vez eran más los que, alienados y sin miedo a morir, se alzaban contra las fuerzas del orden, que en inferioridad de número acabaron siendo diezmadas u obligadas a replegarse al interior de sus cuarteles inexpugnables.

Y entonces, al fin, les llegó el turno a los radicales, a los antisistema, a los tecnófobos que habían sido marginados hasta entonces, y a los locos, y pudieron alzar sus banderas y gritar sus consignas, consiguiendo que mucha gente que se consideraba perdida y sin futuro se les unieran en sus particulares cruzadas. Pero aquello sólo empeoró aún más las cosas: la escalada de violencia aumentó considerablemente y la ira de las masas ya no se dirigía únicamente a las autoridades a las que se consideró culpables en un primer momento; cualquiera podía ser susceptible de un linchamiento por parte de las distintas facciones y grupos que habían tomado las calles y empezado a imponer sus propias leyes.

El caos había ganado la primera batalla y la humanidad, cegada por el terror, el odio y la ambición, ni siquiera se había dado cuenta de que estaba entrando en una nueva era que cambiaría para siempre las reglas del juego.


Aquí finaliza la 1a parte de Crónicas del Después. La historia continuará próximamente con la Parte 2 - Conciencia...

dimarts, 16 de novembre del 2010

Parte 1 - Caos / 11



Los repentinos lloros, lamentos y sollozos desgarraron la paz que le había acompañado mientras bajaba los últimos pisos, haciendo que Aaron Larkin se detuviera en el acto a mitad de la escalera que llevaba al piso dieciséis. Hacía ya un buen rato que la algarada procedente de los pisos más bajos había cesado y, ya recuperado, había seguido su particular descenso a los infiernos envuelto en un silencio casi monástico, esperando encontrar la planta baja del edificio despejada o, en su defecto, sin seres vivos. Pero allá abajo había gente. Y la gente no le gustaba, y mucho menos cuando lloraban. Se sentó en la escalera sin saber qué hacer. Cuando había empezado aquella excursión sabía que tarde o temprano se toparía con alguien, pero la posibilidad de cruzarse con gente herida o conmocionada no se la había planteado. En aquél momento se sintió imbécil: la ciudad estaba sumida en el caos y él había pensado que podría bajar hasta la calle como si nada y observarlo todo como si fuera un espectador, como si estuviera en su cubículo disfrutando del último HoloMov de aventuras de su ídolo Snyder. Volvió la vista atrás y observó las escaleras que ascendían en la oscuridad. Volver a subir, a pie, ya no era una opción, se dijo meneando la cabeza. Las dos opciones que le quedaban eran, o bien quedarse ahí esperando a que restablecieran el sumistro de energía, o seguir bajando. Ninguna de las dos le agradaba y ambas entrañaban algún peligro. Si seguía allí estaba demasiado cerca de la planta baja y alguien podía subir en cualquier momento y encontrarlo, y bajar significaba exponerse a una más que probable turba de desconocidos.

Por más vueltas que le daba no lograba encontrar una salida a aquella situación, y los lloriqueos que le llegaban desde abajo no le dejaban concentrarse. Al fin, al borde de la exasperación, decidió dar media vuelta y volver a subir al menos hasta el piso veinte en busca de tranquilidad y sosiego, lo que además pondría algo más de distancia entre él y los vecinos de la planta baja aumentando, aunque fuera un poco, la sensación de seguridad que tanto necesitaba.

Pero al llegar al rellano del piso dieciocho vio algo que le hizo olvidar sus planes inmediatos: la puerta de uno de los cubículos del pasadizo estaba abierta de par en par. Detuvo sus pasos y escuchó conteniendo la respiración a la vez que escrutaba ambos lados del pasillo. No se veía movimiento y el lugar estaba silencioso como una tumba. Dejó pasar unos minutos recostado contra la pared, oculto en las sombras y tratando desde allí de ver algo en la oscuridad del cubículo, de percibir aunque fuera el más mínimo movimiento. Pero parecía que no había nadie en casa. Cuando sintió que sus piernas empezaban a agarrotarse a causa de su propio peso y de la posición en que se había quedado, pensó que había pasado un tiempo prudencial y que ya era hora de poner en marcha el nuevo plan de acción que se le había ocurrido en los últimos minutos. Abandonó las sombras y sigilosamente cruzó el pasadizo hasta llegar frente a la entrada abierta del cubículo, donde se detuvo unos segundos para asegurarse de que no había nadie en su interior. Desde allí lo primero que sintió fue el frío que salía de la estancia, y luego se dio cuenta de que podía ver dentro, aunque no perfectamente. Se asomó un poco más y entonces vio la ventana abierta al fondo, por la que entraba la tenue luz de la noche. Tras aquél descubrimiento concluyó que lo más probable fuera que el inquilino hubiera saltado hacía ya un buen rato, y sin pensarlo dos veces entró en el cubículo cerrando la puerta tras él. Luego fue hasta la ventana y la cerró también. Necesitaría que el lugar dejara de ser un frigorífico si pretendía pasar allí las próximas horas.

dilluns, 15 de novembre del 2010

Parte 1 - Caos / 10



El viento helado, que bajaba de las montañas, le azotaba las piernas desnudas como el látigo de un verdugo mientras corría carretera abajo, espoleándole. Había empezado a correr para combatir el frío, pero ya hacía un buen rato que aquella estrategia había dejado de funcionar y ahora empezaba a sentir además los efectos del cansancio, que le obligaban a ralentizar la marcha. Jesse Avalon llegó a la entrada de la Autovía A12 y recuperando un poco el ánimo calculó que le quedaba algo más de un kilómetro para llegar a la ciudad; no era mucho, aguantaría. Sorteando los vehículos que habían quedado abandonados en mitad de la calzada se internó en la vía que le llevaba directamente al centro de Newark, y a tan solo tres manzanas del edificio donde vivía su madre.

Hacía seis años que no la veía, desde que se había divorciado de su padre. No era plato de su gusto el volver a verla, y menos en aquellas circunstancias, pero no le quedaba otra opción. Ya podía imaginar sus carcajadas al verlo aparecer semidesnudo en mitad de la noche, y eso no sería nada comparado con lo que se reiría cuando le contara que la mansión familiar de los Avalon había quedado reducida a escombros. Casi le daba más miedo aquél reencuentro que el adentrarse en los túneles que ya distinguía en la distancia, y que internándose en el subsuelo cruzaban la ciudad de lado a lado.

Siguió avanzando y apartó a su madre de sus pensamientos. Ya había llegado a la altura de los primeros edificios y el tronar de las armas de fuego y los gritos y explosiones le llegaban desde no muy lejos. Debía concentrarse si no quería sufrir un accidente o acabar en medio de una batalla campal. Pronto vio el primer cadáver de un “saltador” aplastado contra el cemento, al que a pocos pasos le siguieron otros. Dirigió su mirada a las alturas, observando la oscura pared del edificio más cercano. No consiguió ver el cielo ni a ningún suicida en mitad de un salto. De repente un destello blancoazulado, seguido de un trueno ensordecedor, hendió el aire al otro lado del muro que separaba la vía de la calle. Se agachó instintivamente y se escondió tras un autobús llevándose las manos a las orejas. Gritos, sollozos y pasos acelerados le llegaron desde el otro lado de la pared de hormigón, y luego el quejido de alguien, probablemente malherido. Aguardó sin moverse, a la espera, mientras subía el tono de los lamentos. Dos o tres minutos después, cuando estuvo seguro de que la zona estaba de nuevo en calma, abandonó la cobertura que le había brindado el vehículo y avanzó en silencio hasta el muro. Lo único que rompía el silencio que había caído sobre la zona era aquel quejido lastimero, que ya había adoptado un tono monótono, como una salmodia, y que empezaba a crisparle los nervios.

La entrada a los túneles que debían llevarle a través de la ciudad estaba a unos cincuenta metros, pero cayó en la cuenta de que sin luz le sería imposible cruzarlos además de que corría el riesgo de desorientarse y no poder volver a encontrar la salida. La única posibilidad que le quedaba pues era saltar aquella pared y llegar hasta la calle. No le hacía mucha gracia exponerse de aquél modo, pero el frío era cada vez más intenso y necesitaba llegar a un lugar donde guarecerse con urgencia. Con la reconfortante idea del calor de un hogar en mente —aunque fuera el de su madre—, se encaramó al techo de un todoterreno y desde allí saltó hasta la parte alta del muro. Luego se estiró apresuradamente sobre la áspera superfície de hormigón para evitar ser visto, raspándose las piernas en el proceso, y desde allí observó la calle que tenía frente a él mientras maldecía al frío, al viento que le flagelaba sus congeladas nalgas y a los pantalones que se habían quemado en el jardín horas antes.

La calle estaba desierta a excepción de varios vehículos y del tipo de los quejidos que, revolcándose en un charco de su propia sangre, trataba de levantarse a pesar de que sus piernas estaban a tres metros de distancia. Más que sentir pena o compasión, Jesse Avalon sintió asco ante la grotesca escena que se desarrollaba ante él. Decidió ignorarla y se dejó caer con cuidado hasta la calle. Luego se alejó sigilosamente del lugar; no podía hacer nada ya por aquél pobre desgraciado.

Al llegar a la primera esquina detuvo sus pasos y se asomó para comprobar que no había peligro. Aquel paseo por la ciudad, pensó, se estaba convirtiendo en el sueño de un psicópata: sobre el asfalto, frente a él y a lo largo de la calle, pudo ver montones de cadáveres masacrados. Probablemente habría más de cien. La mayoría pertenecían a civiles, pero pudo ver también algún uniforme de la NeoPOL entre los cuerpos. Luego dirigió la mirada hacia el final de la calle que se alejaba perpendicularmente hacia el este, desde donde le llegaba el sonido de lucha. Allí, a lo lejos, pudo ver varios vehículos en llamas y las siluetas de gente moviéndose y peleando a su alrededor. Parecían demasiado ocupados para fijarse en él, por lo que aprovechó para cruzar raudo la calle, saltando por encima de los muertos, y fundirse en la seguridad de las sombras impenetrables que proyectaba la esquina opuesta. Tan impenetrables que, tras dar dos pasos en su interior, tropezó con algo que había en el suelo y cayó de frente con tan mala suerte que se golpeó la cabeza contra el suelo. Un crujido sordo recorrió su cráneo, pero aún estuvo a tiempo de maldecir su mala suerte antes de perder la consciencia por segunda vez aquella noche.

dimecres, 10 de novembre del 2010

Parte 1 - Caos / 9




Aaron Larkin se encontraba en el piso setenta y tres y estaba sin aliento. Había bajado hasta allí sin detenerse y, apoyado en la barandilla de la escalera, trataba de respirar. Le dolía la cabeza y tenía ganas de vomitar. Cerró los ojos y se agachó, agarrándose a los barrotes de la baranda para evitar caer hacia atrás. Sintió entonces que le temblaban las piernas, que apenas soportaban ya su peso. Al fin se dejó caer y recostó la espalda contra la pared, y echando la cabeza atrás respiró hondo. Le ardía la cara y estaba empapado en sudor, y su propio olor corporal le molestaba y mareaba. Y a pesar —o como consecuencia— de encontrarse tan mal, no dejaba de recriminarse lo imbécil que había sido al pensar que podría bajar hasta la calle como si nada. Desde las profundidades del edificio, subiendo por el hueco de las escaleras, llegaban a sus oídos gritos de horror, de fúria, de indignación, y el sonido de disparos y lo que parecían ecos de explosiones. Dios no quisiera que aquello subiera hasta él, pues en aquellos momentos se sentía incapaz de mover un solo músculo. De todas formas, aplicando la lógica, Aaron Larkin se dijo a sí mismo que era prácticamente imposible que los disturbios subieran setenta y tres pisos. Así que finalmente se relajó y se dispuso a pasar el tiempo que fuera necesario en aquel rellano, lejos del caos que se había desatado casi doscientos metros por debajo.

dilluns, 8 de novembre del 2010

Parte 1 - Caos / 8



Jesse Avalon contemplaba conmocionado el monstruoso montón de escombros en que se había convertido su casa y la enorme aeronave envuelta en llamas y humo negro que descansaba encima, aplastada como una gigantesca lata de Coca-cola deshechada. Por el resto del jardín, en un radio de unos trescientos metros alrededor del lugar del siniestro, había esparcidos por la hierba restos  del vehículo y de lo que hasta un par de horas antes había sido su hogar. Algunos de estos ardían también, iluminando la zona como si fueran antorchas puestas ahí con ese propósito. Si no fuera porque estaba solo y porque en lugar de música solo se escuchaba el silbido del viento y el crepitar del fuego, habría podido pensar que estaba celebrando una de sus famosas fiestas.

Permaneció en pie durante un buen rato junto al ciprés de Leyland que su padre había plantado el mismo día en que nació, tan desnudo como entonces. Resultaba curioso, incluso podría decirse que divertido, comprobar como el destino jugaba con los detalles que configuraban la vida de uno para retorcerlos y entrecruzarlos en los momentos más inesperados o, mejor dicho, los más oportunos. “El destino es oportunista, hijo”, habría dicho seguramente su padre en un momento como ése. A Jesse Avalon padre, propietario de Industrias Avalon, siempre le había gustado soltar frases de ese estilo, contundentes y pretenciosas, aún cuando no vinieran a cuento.

Cuando empezó a sentir frío se acordó de su desnudez, y con la mirada buscó entre los restos que yacían esparcidos a su alrededor el montón donde había dejado la ropa que se había quitado un rato antes. Maldijo para sí cuando lo descubrió debajo de un enorme trozo de plástico negro que se retorcía entre las llamas, probablemente la mesa AKËIA que había comprado dos meses atrás, y corrió hacia allá y luchó como pudo por recuperar algo con lo que cubrirse, pero aquella noche la suerte no estaba de su parte; solo se habían salvado del fuego y el plástico fundido los calzoncillos, las botas, un calcetín y una camisa de manga corta, aunque ésta última había quedado bastante deteriorada. Se vistió con lo que tenía y echando una última mirada a los restos de su hogar cayó en la cuenta de que aquella noche había perdido todo lo que había ido acumulando a lo largo de toda su vida: recuerdos de su infancia, de sus viajes, regalos de amigos y fans, la colección de instrumentos musicales que había heredado de su abuelo y que había ido ampliando con los años... El seguro se encargaría de pagar, pero jamás podría devolverle los sentimientos que despertaban ni el significado que para él tenían muchos de aquellos objetos que en esos momentos eran devorados por el fuego.

Con resignación y el corazón encogido, Jesse Avalon se despidió en silencio de su ya inexistente hogar y emprendió el camino de piedra que cruzaba el jardín hasta las grandes puertas que daban al exterior del recinto. El único lugar al que podía ir, sin documentación y con aquél aspecto deplorable, era al piso de su madre, y para ello tendría que cruzar media ciudad; una ciudad que se había convertido en una zona de guerra a juzgar por los gritos y el eco de las detonaciones y de los disparos que el viento arrastraba hasta allí. Sería un viaje peligroso, pero suponía una alternativa a la muerte por congelación. La única alternativa, de hecho. Respiró profundamente, se frotó las manos, y aceleró el paso.

diumenge, 7 de novembre del 2010

Parte 1 - Caos / 7




Pasó las primeras dos horas postrado en la cama, con los ojos abiertos y oteando absurdamente en la total oscuridad que lo rodeaba. Si no fuera por el colchón que sentía debajo, a su espalda, habría pensado que se encontraba flotando en medio de ninguna parte, en un espacio infinito sin estrellas o sencillamente muerto.

Sin duda Aaron Larkin tenía razones para sentirse deprimido. Toda la vida había sido un don nadie, un fracasado, el último en todas las colas. El bola de sebo del que se reían hasta los niños. Y justo entonces, cuando estaba a punto de demostrarles a todos que él también podía ser alguien, justo cuando le quedaba tan poco para terminar la programación del avatar-widget que revolucionaría el concepto de Realidad Virtual, el destino se la jugaba una vez más alargando su agonía con aquellos apagones sin sentido.

Trató de no pensar y cerró los ojos. Quería dormirse hasta que reactivaran el suministro eléctrico; permaneciendo despierto por más tiempo con sus amargos recuerdos como única compañía sólo lograría que le diera otro ataque de ansiedad, como el que sufrió durante el Primer Gran Apagón. Pero no tenía sueño y empezó a ponerse nervioso, y al fin decidió levantarse y a ciegas caminó hasta la puerta que conducía al exterior de su cubículo. No tenía claro su propósito, pero sentía que debía salir de allí. Con una mano sudorosa activó el sistema de apertura y salió al pasillo que cruzaba el edificio, iluminado a través de los amplios ventanales por la luz de las estrellas. Hacía más de un año que no pisaba aquél suelo enmoquetado y tentado estuvo de dar media vuelta, pero la sóla idea de volver a internarse en las tinieblas sofocantes de su cubículo le dio fuerzas suficientes para seguir adelante.

De repente, cuando ya estaba en mitad del pasillo, un grito llamó su atención y le obligó a volver la vista hacia el exterior, justo a tiempo para ver cruzando frente al ventanal un cuerpo precipitándose al vacío. Segundos después otros “saltadores” le siguieron, y Aaron Larkin observó el espectáculo en silencio, preguntándose qué impulsaba a aquellas personas a quitarse la vida de aquél modo. Él podía ser un fracasado, pero sentía mucho apego por su vida.

Transcurridos dos minutos, cuando creyó finalizado aquél macabro goteo de suicidas, reanudó la marcha a lo largo del interminable pasillo y poco después detuvo sus pasos frente a las puertas dobles del primer ascensor y comprobó que, evidentemente, no funcionaba. Observó el panel de control un momento y apretó algunos botones sin que sucediera nada, y sintiéndose idiota se alejó de allí cabizbajo, murmurando para sí. Contó quince pasos antes de llegar a las escaleras, que descendían adentrándose en las tinieblas. No lo tenía claro; quería llegar a la calle a pesar de que sabía que lo que encontraría no sería agradable, y para ello tenía que bajar nada más y nada menos que ciento doce pisos a pie. ¿Cuánto llevaba sin hacer el más mínimo esfuerzo físico? No lo recordaba, pero sabía que aquél descenso iba a tomarle un buen rato y a dejarle extenuado y sin fuerzas para volver a subir si surgía algún imprevisto. Volvió la vista atrás y observó el pasadizo enmoquetado, impoluto y aséptico, con los altos ventanales acristalados anti-rotura a la izquierda y la hilera de puertas de metal, todas idénticas excepto por los números, a la derecha. De repente se sintió extraño, fuera de lugar, y durante unos segundos se apoderó de él el impulso de correr de vuelta a la seguridad de su cubículo. Pero se contuvo. Nunca antes había sentido miedo de sí mismo y ahora estaba aterrado por culpa de pensamientos extraños que jamás se le habían pasado por la cabeza. Se decía a sí mismo que lo más inteligente era dar media vuelta y regresar antes de que fuera demasiado tarde, pero al mismo tiempo una voz en su interior, que sonaba cada vez con más fuerza luchando por imponerse, le instaba a bajar aquellas escaleras. Sintiéndose súbitamente mareado se apoyó en la baranda y se deslizó suavemente hasta terminar sentado en el suelo, su voluminoso trasero descansando sobre la moqueta sintética.

Habrían de pasar dos horas más hasta que Aaron Larkin se levantara y empezara a bajar aquellos ciento doce pisos con una determinación inusitada e impropia en él.

Parte 1 - Caos / 6



El sistema de suspensión de emergencia de la aeronave había fallado en el último momento y ésta se había estrellado contra el edificio Bilderberg ante la atónita mirada de Carla Wójcik y el resto de sus compañeros de unidad. Sintieron cómo temblaba el suelo bajos sus pies y observaron la violenta explosión antes de que llegara hasta ellos el ensordecedor estruendo, acompañado por una salvaje ráfaga de viento que transportaba polvo y pequeños fragmentos de escombros que les hizo apartar la vista a pesar de la protección que ofrecían sus cascos reglamentarios.

La aeronave, una Fly-Moon Clase Titán con capacidad para dos mil quinientos pasajeros, permaneció incrustada y en llamas en un lateral del edificio a una altura aproximada de seiscientos metros durante lo que a Carla le parecieron unos segundos eternos, en que todas las miradas observaban aquél impresionante espectáculo en mitad de un silencio sepulcral. Pareció que el tiempo se había detenido hasta que, repentinamente, la estructura del Bilderberg no pudo soportar el peso extra de aquella máquina descomunal clavada en sus entrañas y con un ensordecedor e interminable crujido, fue tragado por una inmensa columna de humo y fuego que iluminó toda la ciudad.

Carla oyó la voz de Duke pronunciando su nombre, pero se sentía incapaz de moverse o de hablar: estaba en estado de shock. Sintió que alguien la cogía por un brazo y la obligaba a caminar, alejándola de la calle y de la nube de polvo que avanzaba hacia ellos engullendo todo a su paso por la avenida. Perdió la noción del tiempo y, cerrando los ojos, se dejó llevar arrastrando los pies. Cuando los volvió a abrir estaba en el suelo, recostada contra una pared, y varios NeoPOL —entre ellos Duke— la rodeaban y de espaldas a ella disparaban sus armas y gritaban como locos. Carla Wójcik, incapaz de sentir nada, fijó entonces sus ojos en un punto del suelo y el estallido de las armas y los gritos de sus compañeros se fueron desvaneciendo hasta desaparecer por completo.

Posiblemente, de haber sido capaz Carla de sobreponerse a aquella noche de muerte y destrucción, si su cerebro hubiera aguantado la presión un rato más antes de desconectarse, la unidad Taurus del Distrito 2 de Newark no habría desaparecido en combate.

dissabte, 6 de novembre del 2010

Parte 1 - Caos / 5



Jesse Avalon, tumbado sobre la hierba, observaba con curiosidad como un enorme cuerpo oscuro descendía por el cielo ocultando las estrellas a su paso. Lo observó con más atención al parecerle que aquello —fuera lo que fuese— iba creciendo, y se levantó rápidamente al comprobar que crecía cada vez a mayor velocidad; aquella cosa era gigantesca, y trazaba una curva descendente en su dirección. Maldijo y empezó a alejarse, desnudo como estaba, de su trayectoria. Ya corriendo, lanzó una mirada por encima del hombro derecho y horrorizado soltó un gritito al ver que habían desaparecido todas las estrellas que segundos antes flotaban sobre su mansión. Y entonces, en el instante que precede a un suspiro, la mansión saltó por los aires envuelta en una gran explosión que iluminó la noche. Metal, piedra y fuego volaron en todas direcciones, y la brutal onda expansiva catapultó a Jesse por los aires, que acabó golpeándose contra el tronco del ciprés de Leyland del que tan orgulloso había estado su padre. Jesse quedó inmóvil en el suelo, con la mirada fija en las llamas que se alzaban entre los escombros de lo que minutos antes había sido la mansión familiar hasta que perdió la consciencia.

Mientras tanto en la ciudad los disturbios iban en aumento, y los primeros “saltadores” empezaban a abandonar sus cubículos por las ventanas. Y en los cuarteles, repartidos por los distintos distritos, las unidades NeoPOL recibían  órdenes de sus superiores y se mentalizaban para la que había de ser la peor noche de sus vidas.

Parte 1 - Caos / 4



Cinco horas después de que la oscuridad cayera sobre la ciudad, las calles de Newark parecían haber vivido un bombardeo; cadáveres y sangre en las aceras y sobre el asfalto, vehículos y edificios en llamas... Aquello era un auténtico infierno, algo que ya sólo se veía en las películas y en viejos documentales de principios de siglo.

Las unidades NeoPOL se habían impuesto al fin y obligado a los ciudadanos a volver al interior de los edificios, tratando de despejar las calles para la llegada de los cuerpos médicos y los de bomberos, que poco podrían hacer sin la imprescindible y ausente electricidad.

Carla Wójcik, empuñando una katana ensangrentada, vigilaba junto a su compañero Duke Marshall la puerta principal del edificio Strazen, en cuyo vestíbulo se hacinaban cientos de ciudadanos cabreados que voceaban y golpeaban con furia los cristales de policarbonato mesmerizado anti-rotura. Duke, sudando a mares, apuntaba hacia la puerta cerrada su fusil de asalto, con el dedo en el gatillo. Carla notó su nerviosismo y rezó por que la gente del interior del edificio no lograran forzar la salida. Ya había visto demasiada muerte aquella noche.

Cuando había llegado la oscuridad repentinamente, horas atrás, Carla estaba dándose una ducha. Su unidad acababa de regresar de una patrulla de rutina a través del distrito EXT-Z-6 que les había llevado todo el día, y aunque no había habido ningún incidente digno de mención, se sentía cansada y sucia, como cada vez que volvía de la periferia. Deseaba llegar a su cubículo, conectar la TCom y olvidarse de todo mientras veía alguna serie. Pero el Segundo Gran Apagón dio al traste con sus planes y la dejó sola, desnuda y en la oscuridad total de las duchas del cuartel, de las que ya no salía ni una gota de agua. Esperó a que se restableciera la energía, empapada y enjabonada, pero pasados unos minutos empezó a tiritar a causa del frío y llegó a la conclusión de que aquel corte no era normal. Abandonó las duchas a ciegas y riendo amargamente comprobó que evidentemente los paneles de secado tampoco funcionaban. Se secó como pudo con el uniforme de repuesto de su taquilla y se vistió luego con la ropa de civil, y cuando se disponía a salir de los vestuarios para abandonar el cuartel y volver a casa se topó con Duke, que entraba desde el pasillo como una exhalación y casi la tiró al suelo.

—El Sargento ha ordenado que nos equipemos y nos preparemos para salir inmediatamente. Con el equipo de asalto nuevo. Al parecer las cosas se han puesto feas allá afuera, muy feas —dijo Duke visiblemente alterado mientras levantaba una bengala de fósforo que iluminaba la zona con su fría luz verdeazulada.

Tres minutos después Carla Wójcik se encontraba formando al lado de Duke Marshall junto a los otros treinta y ocho compañeros que constituían las cuatro unidades de la división. El Sargento Matheson iba y venía frente a la primera línea de la formación mientras vociferaba y gritaba sus órdenes:

—¡Ahí afuera hay un ejército de maricas llorones con ganas de ostias! ¡Y vosotros sois los cabrones que se las vais a dar! ¿Entendido?

—¡Sí, Sargento!

—¡No quiero bajas! Repito: ¡no quiero bajas! ¡Cuidad de vuestro compañero y anteponed su seguridad a todo lo demás!¡Si teneis que matar a un civil, o a veinte civiles para ello, hacedlo! ¿Entendido?

—¡Sí, Sargento!

—¡Pues salid ya, cojones! ¡Y limpiad la ciudad de escoria!

En el momento en que se abrieron manualmente las grandes puertas que daban a la calle aquello se convirtió en una locura, en una carnicería. Miles de civiles les esperaban en el exterior, enfurecidos por el recuerdo de la actuación —o mejor dicho, de la no-actuación— de la NeoPOL durante el anterior apagón, y la primera unidad tuvo que abrir fuego contra la multitud, que al ver que se abrían las puertas intentaba colarse dentro. Los destellos de los fusiles de asalto iluminaron la noche, y la reverberación de los disparos levantó ecos por toda la ciudad a la vez que segaban cientos de vidas en cuestión de segundos. Carla dio gracias a Dios por no estar en primera línea.
Cuando tuvieron despejada el área, las cuatro unidades NeoPOL salieron a la calle pasando por encima de los cadáveres y tres de ellas partieron en direcciones distintas mientras la cuarta se quedaba para asegurar la zona. Carla, mientras corría en dirección norte junto a sus compañeros de unidad, observaba a través de las paredes acristaladas de los edificios a los civiles que habían sobrevivido a la matanza, y no encontraba palabras para describir el sentimiento que transmitía la expresión de sus rostros mientras los miraban pasar. ¿Incredulidad, tal vez?

Sin un sistema de comunicación operativo que les conectara con el resto de unidades y divisiones NeoPOL, la unidad de la que formaban parte Carla y Duke recorrió la Avenida Tarconi hasta el final, ordenando a todos los ciudadanos que veían que volvieran a sus hogares, y en más de una ocasión se vieron obligados a improvisar cuando un grupo numeroso de civiles se encaraba a ellos, negándose a obedecer. Primero disparaban al aire, y si no se dispersaban simplemente cumplían las órdenes del Sargento Matheson; los compañeros de Carla, demasiado nerviosos, movidos por la adrenalina que segregaban sus cuerpos, no parecían tener inconveniente en disparar a una multitud indefensa. Incluso ella misma, recelosa, disparó y usó su katana en varias ocasiones. La prioridad era  sacar a los civiles de las calles, sin importar el método empleado para ello, y cuidar de los compañeros.

dilluns, 1 de novembre del 2010

Parte 1 - Caos / 3



Los ciudadanos, enajenados, habían abandonado sus hogares y recorrían las calles a oscuras sorteando los vehículos inmovilizados y los cadáveres de los “saltadores” que ya empezaban a amontonarse en las aceras. Unos gritaban, otros lloraban o rezaban, y muchos peleaban entre sí, como si aquello fuera a darles una respuesta a aquél horror. Al mismo tiempo, en los barrios de nivel 3 de la periferia, conocidos popularmente como los Barrios Olvidados, tiendas y comercios eran saqueados y todo el mobiliario urbano destruído sistemáticamente. Todo lo que se había reconstruido desde el anterior apagón fue destruído en cuestión de horas. Pero la cosa no quedó ahí, pues el Segundo Gran Apagón ya no pilló a todos por sorpresa y algunos, radicales, ecologistas, miembros de sectas extrañas y psicópatas en su mayoría, que habían pasado todo el mes soñando con la posibilidad de que otro incidente similar pudiera volver a darse, ya tenían planes para ese gran acontecimiento. Con lo que no contaban éstos fue con que la NeoPOL ya había preparado un plan de contingencia alternativo para no tener que aguantar nuevas críticas, insultos y castigos como los recibidos tras el Primer Gran Apagón por su cobarde actuación, y el último mes todas las unidades habían sido entrenadas en el uso de antiguas armas de asalto con fuego mortal, y de armas cuerpo a cuerpo bastante más peligrosas y definitivas que  las porras eléctricas. Tásers, quásers y el resto del armamento reglamentario, inútiles, quedarían guardados en sus cajones. El Director en Jefe de la NeoPOL mundial lo había dejado muy claro a todas las divisiones: “Proteger la vida de vuestros compañeros es prioritario. Y si para ello teneis que arrasar todo un barrio, lo arrasais.”

divendres, 29 d’octubre del 2010

Parte 1 - Caos / 2




Jesse Avalon y los Mercenarios del Ghetto, con la colaboración especial –y virtual- de Wolfgang Amadeus Mozart y la Filarmónica de Viena, estaban tocando su último hit Déjame vivir en un mundo real para 27 millones de espectadores cuando tuvo lugar el Segundo Gran Apagón. Todas las pantallas que transmitían el concierto, ubicadas en millones de hogares repartidos por todo el globo terráqueo, se apagaron de repente al tiempo que se perdía la conexión y la voz del cantante daba paso al silencio más absoluto. Jesse se levantó hecho una furia tras un instante de desconcierto, y en la oscuridad reinante maldijo para sí antes de volver a sentarse; aquello no duraría más de unos segundos, se dijo intentando serenarse, lo mejor sería esperar junto al ordenador para retomar el concierto en cuanto se restableciera el suministro de energía. El resto de integrantes del grupo, cada uno frente a sus respectivos ordenadores, llegarían a la misma conclusión y permanecerían atentos y preparados, estaba convencido de ello. Pero los minutos pasaron, uno detrás de otro, y cuando se quiso dar cuenta había pasado una hora, y entonces, un cada vez más nervioso Jesse Avalon recordó el apagón de hacía un mes y los tres días de oscuridad tecnológica que le siguieron. Jesse Avalon tenía veintiseis años. Era joven, famoso, obscenamente rico y algo descerebrado, pero tenía buena memoria, y no recordaba un corte de luz que se alargara más de un minuto hasta el Primer Gran Apagón del pasado 13 de noviembre. Se suponía que la tecnología basada en los nanotaquiones, que se utilizaba desde hacía más de 30 años y que había sustituido a la antigua red de eléctrica en todo el mundo, era tan estable y segura que debía evitar que el mundo se parara más de un minuto. Pues bien, no había que ser muy listo para percatarse, a la vista estaba, de que aquella tecnología había dejado de dar resultado.

Poco después Jesse estaba bañado en su propio sudor. El aire acondicionado hacía ya demasiado que se había apagado y el ambiente empezaba a notarse cargado y enrarecido. La oscuridad era total y empezó a pesar a su alrededor, como si tuviera consistencia, y de repente empezó a sentir punzadas de claustrofobia; le empezaba a costar respirar. Necesitaba salir de allí cuanto antes. Se levantó de la silla y, tomando las paredes y muebles con que se iba topando como referencia, avanzó torpemente hasta la puerta que llevaba al exterior del edificio. La abrió y se detuvo en el umbral, atónito ante el fantástico espectáculo que la naturaleza desplegaba ante sus ojos mientras respiraba el aire fresco de la noche. Nunca antes había presenciado un cielo como aquél, tan infinitamente oscuro y luminoso al mismo tiempo. La ciudad de Newark, totalmente a oscuras a lo lejos, se recortaba en el cielo estrellado como una gigantesca y negra mole innatural, como una descomunal garra de cemento, plástico y acero que alzándose miles de metros tratara de alcanzar la luna.

Disfrutando de aquél maravilloso e inquietante espectáculo, Jesse se olvidó del concierto y decidió dar un paseo por los jardines que rodeaban su mansión, sin más iluminación que la del cielo estrellado y con el sonido del viento y el intermitente canto de los grillos por banda sonora. No recordaba haber vivido un momento así en toda su vida; tanta paz, tanta tranquilidad... Y ningún sonido artificial que perturbara la perfección de aquella melodía de la naturaleza que lo envolvía, que parecía acunarlo a cada paso que daba. De repente se detuvo, y en un arranque de lucidez se quitó la ropa y se sentó en la hierba completamente desnudo, y acariciándola con las yemas de los dedos cerró los ojos y respiró profundamente, llenando sus pulmones con el aire fresco y puro de aquella, una noche que la humanidad recordaría durante siglos; la noche en que el mundo cambió para siempre; la noche en que Jesse Avalon entró en comunión con Gaia, la Madre Tierra, por primera vez.

Parte 1 - Caos / 1




Aaron Larkin había pasado los últimos veintitrés años frente a la pantalla de un ordenador más de doce horas diarias. Conocía el software instalado como si lo hubiera programado él mismo, conocía todos los lenguajes, todos los atajos, todas las líneas de código, todos y cada uno de los procesos que se ejecutaban en primer, segundo y hasta tercer plano. Y cuando, el 13 de noviembre del 2067 tuvo lugar el Primer Gran Apagón, sufrió primero un ataque de ansiedad y se sumió luego, pasadas unas horas sin que volviera la luz, en una depresión que le mantuvo en cama durante los tres días que duró el apagón, sin comer ni beber, envuelto en la total oscuridad de su cubículo sin ventanas y en absoluto silencio excepto por su propia respiración. Cuando al fin despertó, febril y sediento pasados los tres días, la luz ya había vuelto, y caminando como un zombi se dirigió a la pequeña fuente que salía de la pared de metal y bebió hasta que le dolió la tripa. Luego dirigió sus pasos hasta el baño y arrodillándose sobre la taza vomitó agua y bilis y se quedó allí un tiempo, tratando de recuperar fuerzas, temblando. Lo siguiente que hizo tras levantarse fue caminar hasta el dispensador de la pared y tecleando las instrucciones adecuadas hizo que aparecieran ante él, sobre la bandeja de materialización, dos pastillas de color rosa, un plato de espaguetis al pesto y un Big Huggies con sabor a melocotón. Recogió la bandeja y caminando hacia el ordenador pronunció con voz débil la órden para que se encendiera. Al ver encenderse la luz de la pantalla sintió que empezaba a sentirse mejor; en cuanto hubiera comido estaría como nuevo y podría seguir trabajando como si no hubiera pasado nada, pensó.

Aaron Larkin no era un hombre curioso, ni lo era entonces ni lo había sido nunca. Apenas si había salido una decena de veces del edificio donde vivía desde hacía quince años; lo único que despertaba su interés, su herramienta de trabajo, estaba en su cubículo, no necesitaba nada más. De haber sido una persona con un mínimo de curiosidad en su interior habría encendido la unidad TCom, cuya pantalla ocupaba por completo la única pared vacía del cubículo, y se habría enterado de lo que había sucedido en el mundo exterior durante los tres días que había pasado sumido en la oscuridad y la autocompasión. Y el Segundo Gran Apagón no le habría pillado por sorpresa.

Las primeras horas después del Primer Gran Apagón habían sido críticas, y en aquella sociedad dependiente por completo de la electricidad y la tecnología se desató el caos. Muchos imitaron a Aaron Larkin y permanecieron en sus hogares esperando a que se solucionara el problema, pero fueron muchos más los que, indignados, salieron a las calles y manifestaron su descontento de la única forma que podían, con violencia. Pasadas las primeras veinticuatro horas, mucha gente ya no aguantó más y empezó la ola de suicidios conocida desde entonces como la “Lluvia de saltadores”. Los “saltadores” eran los suicidas que se arrojaban desde las ventanas de sus cubículos para acabar aplastados contra el asfalto que cubría las calles; unos veían saltar a otros y éstos a su vez los imitaban, convirtiendo aquello en un espectáculo dantesco interminable. Mientras, las unidades NeoPOL, que sin la electricidad de su lado perdían un porcentaje demasiado elevado de efectividad, permanecieron atrincheradas en sus cuarteles, a la espera de unas órdenes de la Central que no podían llegar.

Pero lo que nadie supo hasta que volvieron a funcionar los gigantescos generadores nucleares tres días después y las comunicaciones fueron restablecidas, era que aquél apagón había sido a escala mundial. Incluso las ciudades más aisladas del planeta, como por ejemplo Nueva Barcelona en el casquete polar ártico, que contaban con generadores independientes, se habían quedado sin electricidad en el mismo instante y durante el mismo tiempo que el resto del planeta. Los expertos no se explicaban cómo había podido suceder tal cosa, y ninguna de las teorías que formularon llevó a ninguna parte; el incidente fue considerado simplemente como algo inexplicable hasta por las más brillantes mentes del planeta y aparcado, y con el paso de las semanas y el restablecimiento de la normalidad en las gigantescas urbes los ciudadanos pronto olvidaron lo sucedido. Mientras pudieran estar en sus hogares y no fallara ninguna de las comodidades a las que se habían acostumbrado a lo largo de los últimos 30 años, todo estaba bien.

Pero lo peor aún estaba por llegar, y un mes después, el 13 de diciembre, llegó el Segundo Gran Apagón y los generadores enmudecieron definitivamente.

El Segundo Gran Apagón sorprendió a Aaron Larkin depurando el código del avatar-widget que había diseñado para una importante plataforma de RV lanzada a la Red Global hacía tan solo unos meses por la GWSC (Global Web Social Corporation). La nueva plataforma, bautizada como Real Avatar 3.6.0, estaba destinada a sustituir a la ya caduca pero aún omnipresente Virtual Life X.0 de Virtual Works. Aquél complemento para avatares, en el que llevaba más de seis meses trabajando y que ya estaba casi terminado, no era un widget cualquiera; iba a revolucionar el concepto del avatar en un entorno de Realidad Virtual y a hacerle rico. Muy rico. Con lo que no contaba Aaron era con que su ordenador volviera a apagarse de forma repentina esa fatídica noche del 13 de diciembre, y que así permanecería indefinidamente.

Capítulo 1



El chico corría y saltaba a lo largo de la hondonada tratando de despistar a sus perseguidores. Apenas le quedaban fuerzas y sus piernas empezaban a fallarle; si no lograba llegar pronto al bosque estaba perdido.

Desde las colinas bajas que quedaban a su espalda llegaban a sus oídos el relinchar de los caballos y el retumbar de sus cascos al galope, cada vez más cercanos. El bosque aún estaba lejos, a más de un millar de pasos, y comprendió que no llegaría antes de que le dieran alcance.

Detuvo sus pasos y agachándose para ocultarse entre la maleza oteó a su alrededor con nerviosismo, buscando un lugar donde esconderse. Los hombres que iban tras él no habían traído perros, así que aún tenía una oportunidad.

A través de la alta hierba, a la sombra de la colina que ascendía hacia el norte, avistó lo que le pareció el agujero de una gran madriguera; sin pensárselo dos veces correteó hasta ella y de un salto se adentró en la húmeda cabidad. Una vez dentro se dio cuenta de que no se trataba de una madriguera, sino de un tronco caído hacía mucho, petrificado y cubierto por tierra, hierba y musgo. Aquél parecía un buen lugar donde permanecer oculto hasta que sus perseguidores pasaran de largo o dieran media vuelta dándose por vencidos.

Desde su escondrijo oyó acercarse a los caballos y sintió como la tierra empezaba a vibrar a su alrededor. Estaban en lo alto de la colina, justo encima, buscándole. Aterrado retrocedió aún más en la oscuridad, procurando no hacer ningún ruido y olvidándose casi de respirar. Permaneció allí, encogido y en silencio, un rato que le parecieron siglos, hasta que el rumor de la batida se alejó en dirección al bosque hasta desaparecer por completo en la lejanía.

Aún dejó pasar un buen rato antes de abandonar aquél escondite improvisado, pero cuando salió a gatas, cegado por la luz del exterior, se topó con algo que no estaba allí cuando había entrado.

Vaya, vaya. Pero qué tenemos aquí dijo una voz rasposa sobre su cabeza. El chico miró hacia arriba y vió al hombre gato, que le sonreía desde lo alto: con lo que había topado al salir del tronco no era otra cosa que la bota del Rastreador, que había estado esperando pacientemente frente al agujero. Intentó erguirse para salir corriendo, pero fue inútil. Ningún humano era lo suficientemente rápido cuando se trataba de escapar de un Rastreador. Éste agarró al chico por el cuello de la camisa y con un rápido y grácil movimiento lo inmovilizó en el suelo. Luego procedió a atarlo y a subirlo a la grupa de su caballo, que pastaba tranquilamente junto al tronco.

Es hora de llevarte junto a mi Señor susurró el hombre gato, y de un salto subió a la silla de montar -. No es nada personal añadió volviéndose a medias para dedicar una última mirada al chico, y luego espoleó al animal, que inició el ascenso hacia lo alto de la colina más cercana.

* * *

¡Vi, Vi! gritó la pequeña buscando con la mirada a su hermana mayor, que había desaparecido entre la maleza unos minutos antes, adentrándose aún más en el bosque ¡Sal ya, Vi!¡Tengo miedo!

La niña, de nombre Isobel, permaneció sin moverse en el pequeño claro, bajo los rayos de sol que traspasaban oblícuamente las copas de los árboles. Hacía ya demasiado que su hermana la había dejado allí y empezaba a inquietarse. Sus hermanos decían que aquél bosque estaba maldito.

Desde donde estaba, echando la vista atrás, podía ver entre la maleza y los troncos de los grandes árboles las colinas ondulantes más allá de la linde del bosque, y aquello la tranquilizaba un poco. Si aparecía un monstruo sólo tendría que correr unos pocos pasos para salir de la arboleda y llegar a la seguridad de la pradera. Los monstruos jamás abandonaban la sombra de los bosques donde vivían por que la luz del sol los quemaba, le habían contado sus hermanos en más de una ocasión. Isobel estaba cansada y quería volver pronto a casa. Detestaba aquellas salidas, pues aún era pequeña para ser realmente de ayuda, y demasiado a menudo su hermana desaparecía y no volvía hasta transcurrido un buen rato. Se suponía que acompañaba a su hermana mayor para aprender a identificar los distintos tipos de hierbas, musgos, raíces y setas que se utilizaban para aderezar y acompañar las comidas, para hacer las infusiones y preparar emplastos y medicinas, pero Vi nunca la dejaba adentrarse con ella en el bosque más allá del claro. ¿Cómo iba a aprender entonces? Si bien era cierto que cuando regresaba lo hacía siempre con la cesta llena, y que entonces le mostraba lo que había encontrado y le explicaba qué era cada tallo, cada hongo, cada hoja, y para que se servían, Isobel pensaba que para aprender de verdad debía saber encontrarlas en su estado natural. Pero su hermana siempre decía que el bosque era muy peligroso y que ella era demasiado pequeña.

El relincho de un caballo hizo que sus pensamientos se desvanecieran de inmediato y, sobresaltada, se volvió hacia la pradera, que se extendía ondulante al otro lado de la maleza. A través de los huecos que dejaban los troncos de los grandes árboles y las hojas de los arbustos, distinguió a un hombre y a su montura ascendiendo al trote por la colina más cercana a la linde del bosque. Era raro ver viajeros por allí, tan lejos del camino, y a pesar de las advertencias de sus padres y hermanos respecto a los desconocidos, la curiosidad pudo más y decidió acercarse para ver mejor.

Cuando lo pudo observar con más detalle pensó de inmediato que debía tratarse de un caballero, pues llevaba una armadura de malla que le cubría el torso, los brazos y las pantorrillas, y encima vestía un peto rojo oscuro con un emblema de color dorado en el pecho que a Isobel le pareció la cabeza de un macho cabrío. Guiaba al caballo con una mano mientras con la otra sujetaba una espada y parecía buscar algo entre la alta hierba, o a alguien. De repente su mirada se dirigió al bosque, en la dirección en que se encontraba Isobel, que se agachó en el acto para evitar ser descubierta con tal mala suerte que su falda quedó enredada en la rama de un arbusto y éste se agitó con brusquedad en contra de su voluntad .

¡Sal de ahí, muchacho! gritó el caballero haciendo que su montura se acercara lentamente al lugar donde la pequeña Isobel, con los ojos cerrados, se apretujaba contra el húmedo suelo con tal fuerza que a cualquiera que la viera le parecería que estaba tratando de fusionarse con la tierra.

¡Chico! aulló de nuevo alzando aún más la voz, esta vez prácticamente sobre su escondrijo ¡Sé que estás ahí! ¡No me hagas bajar de mi caballo o será peor!

Isobel, al escuchar la palabra chico, cayó en la cuenta de que aquél hombre no la buscaba a ella, y tras unos instantes de duda se levantó y abandonó la espesura dando dos cortos e indecisos pasos en dirección al caballero. Estaba temblando y no se atrevía a apartar la vista de la hierba que crecía a sus pies.

—¡Vaya, pero qué tenemos aquí! ¡Una dulce jovencita! —exclamó el hombre, y soltó una risotada que asustó aún más a la pequeña.

Isobel permaneció quieta cruzando con fuerza los dedos de las manos sin saber qué hacer o decir. Quería volver al claro del bosque y continuar esperando a su hermana mayor, pero ya era tarde. Sabía que se había ganado una buena riña, pero en esos momentos era lo que menos la preocupaba.

—¿Qué hacía una chiquilla como tú en ese bosque? ¿No te han hablado de lo peligroso que es? —preguntó el caballero, que descendió de la silla de un salto y avanzó en su dirección. Isobel, al percibir la sombra de aquél desconocido sobre ella, trató de retroceder, pero una mano de acero cayó sobre su pequeño hombro manteniéndola en el sitio. Aterrada levantó la mirada y sus ojos se encontraron con los del hombre, que la miraba de una forma extraña, que no comprendía pero que tampoco le gustaba.

—Por favor, sire —murmuró ella con un hilo de voz, a punto de arrancar a llorar —. Mi hermana me está esperando. Debo volver a casa...

—Y volverás, gorrioncillo. Pero no antes de que tú y yo juguemos un rato –fue la respuesta del desconocido, que sonriendo había acercado su rostro al de ella y le arrojaba el aliento a la cara mientras pronunciaba cada palabra. El fuerte olor a cebollas a medio digerir hizo que se le revolviera el estómago, y no pudo evitar que las lágrimas brotaran de sus ojos. Tras unos instantes, Isobel tomó aire para gritar, pero la mano que el hombre aún tenía libre le cubrió la boca con rapidez. Luego la empujó al suelo y se tumbó sobre ella, inmovilizándola con su peso. La niña, de tan sólo nueve años, cerró los ojos y pidió a La Madre de Todas las Cosas que la protegiera.

* * *
 
Zai. Ese era su nombre: Zai u’Rznarr. Y era considerado en toda Rinnia como uno de los mejores Rastreadores, aunque para él aquello ya no era motivo de orgullo. Eran ya demasiadas las veces en que, en los últimos años, se había visto obligado a abrir los ojos y cerrar la boca por una bolsa de monedas. Por desgracia, para alguien de su raza y condición, era prácticamente imposible sobrevivir de otro modo en el continente, así que en ocasiones no le quedaba otra que hacer de tripas corazón y cumplir las órdenes que se le daban lo mejor que sabía. 

Y esa era una de aquellas ocasiones. Un trabajo fácil a cambio de tres dinares de plata: ayudar a un noble y a sus soldados a dar caza a un muchacho, el cual el único crímen que había cometido era robar unas manzanas de uno de los árboles de su propiedad. En otro momento no habría aceptado aquél encargo, pero corrían malos tiempos, y un Rastreador que fuera más conocido por sus escrúpulos que por sus méritos estaba pronto destinado a vagabundear por las calles de alguna de las grandes ciudades, pidiendo limosna, o a ser asesinado a traición por alguno de los muchos enemigos que se había ganado a lo largo de su carrera.

Ladeó la cabeza y observó de reojo al chico, que atado detrás de él sobre la grupa del caballo permanecía en silencio. Si algo había que concederle al chaval era que tenía valor: la mayoría de personas a las que había capturado, ya fueran hombres o mujeres, vulgares ladrones o fieros guerreros, lloraban y le suplicaban que les soltara. Tentado estuvo de preguntarle su nombre, de darle algo de conversación, pero al instante lo descartó: no era conveniente ni profesional entablar una conversación con un prisionero. No lo había hecho nunca y no iba a haber una primera vez. No entonces. Esa era una de las normas fundamentales de su profesión y el haberse planteado, aunque hubiera sido por un momento, el sáltarsela, le hizo darse cuenta de lo viejo que se sentía y de lo hastiado que estaba de aquél modo de vida.

Había llegado al continente de Assulia hacía ocho años, y desde entonces se había ganado la vida como Rastreador. Al principio, durante los dos años que duró la Guerra de las Colinas, que había enfrentado a Rinnia con el país vecino de Summia, había servido directamente bajo las órdenes de Álvar Orfialis, uno de los generales del Ejército Rojo, y las cosas habían ido bien. No le había faltado la comida, la paga era buena, y por su condición de Rastreador nunca había tenido que enfrentarse al caos del campo de batalla. Pero luego llegó la paz, y el trabajo empezó a escasear. Desde entonces tuvo que aceptar cada vez más trabajos indignos a sus ojos, al servicio de nobles endiosados y comerciantes engreídos. Demasiadas veces en el transcurso de los últimos años se había planteado el volver a Rashmurr, su añorada tierra natal, más allá del Océano Irisado. Y cuando esa misma mañana le habían ofrecido aquél trabajo y le hubieron dado los detalles, no pudo evitar que se perfilara de nuevo aquella idea en su mente, pero antes de que tomara forma la descartó y la alejó de sí, como todas las veces anteriores. Le dolía demasiado recordar su hogar, el lugar al que jamás podría regresar.
Al coronar la loma llegó a sus oídos el sonido de varias risas, voces y algún grito entusiasta, procedentes de la colina más alta que tenía enfrente, tras la que se alzaba la oscura silueta del bosque. No los veía aún, pero reconoció las voces de algunos de los soldados que le acompañaban en la batida. Su entrenado oído le indicó que se habían detenido y que los caballos descansaban y pastaban mientras ellos se divertían de algún modo, lo cual le extrañó y enfureció a un tiempo. Menudos patanes, que le dejaban todo el trabajo a él mientras se dedicaban a jugar. Pero se tragó su fúria, ya que al fin y al cabo ya había encontrado al chico, y encogiéndose de hombros guió al animal en la dirección desde la que le llegaba la algarada. Sentía curiosidad por ver qué era aquello tan divertido que estaba pasando allá arriba.

* * *

Cuando Violeta regresó al claro donde había dejado a su hermana una hora antes y no la encontró, se temió lo peor: se imaginó a la pequeña adentrándose aún más en el bosque, siguiéndola, para terminar perdida y sola. En verdad le extrañaba, pues Isobel siempre había sido una niña obediente y cauta, pero no se le ocurría otra posibilidad. Maldijo por lo bajo y rápidamente se agachó y empezó a examinar el sotobosque que crecía alrededor, tratando de encontrar el rastro de la chiquilla; ya tendría tiempo de enfadarse cuando la encontrara. Pero no encontró más pisadas que las suyas propias abandonando el claro e internándose en la espesura. Se levantó y observó en derredor, esperando descubrir a su hermana ocultándose tras un arbusto o el tronco de un árbol, tratando de gastarle una broma. Pero, en cambio, llegó a sus oídos el grito de un hombre, acompañado de varias risas y voces diversas. Se volvió con rapidez y distinguió, a través de la maleza, varias siluetas más allá del límite del bosque que, a juzgar por sus movimientos, parecían estar celebrando algo. Y entonces cayó en la cuenta de que aquello no podía ser una casualidad: su hermanita no estaba allí donde la había dejado, y un grupo de extraños estaba a escasos veinte metros del lugar. “¡Mala sombra!”, susurró, y lentamente avanzó hacia la linde para ver qué estaba aconteciendo al otro lado.

Cuando llegó vio, desde su escondrijo en la espesura, a un grupo de hombres exaltados. Uno de ellos empezó entonces a silbar mientras los otros vociferaban y jaleaban entre risas a alguien que se retorcía en la hierba, a sus pies. Tres de ellos, de espaldas al bosque, formaban una barrera que le impedía ver qué sucedía exactamente. Había siete hombres, y sus caballos pastaban ajenos al alboroto tras ellos. Todos iban bien armados y protegidos con finas cotas de malla, pero fue el emblema que llevaban bordado en sus blusones lo que permitió a Violeta identificarlos como soldados del Duque de Rosswyn. Era extraño encontrarlos allí, tan lejos del camino y de las tierras de su señor. Aquello no podía ser casual, se dijo cada vez más nerviosa. Cuando se disponía a moverse hasta un lugar desde el que tuviera mejor ángulo de visión, la silueta de un octavo hombre montado sobre su caballo apareció subiendo la colina en dirección al grupo. Pero rápidamente se dio cuenta de que había algo distinto en él, en su porte, en la forma extraña en que se movía y guiaba al animal.

Violeta permaneció donde estaba, inmóvil. No quería ser descubierta por aquél tipo, que ahora hacía avanzar a su montura hacia el círculo que formaban los otros, que parecían no apercibirse de su presencia de tan distraídos como estaban.

—¿Qué está pasando aquí? —oyó preguntar al hombre, con una voz firme y clara de acento extraño, un acento que parecía arañar el aire.

Los soldados callaron al instante y se volvieron llevando las manos a las empuñaduras de sus armas, pero al reconocerle detuvieron el movimiento y sonrieron de nuevo.

—Nos estamos divirtiendo —dijo uno de ellos, y los demás se rieron.
—Si quieres divertirte tú también, ponte a la cola —añadió otro, y luego le dieron la espalda para seguir con lo suyo.

El jinete no contestó, pero hizo desplazarse lateralmente al caballo, buscando mejor línea de visión entre los hombres que habían vuelto a formar un corro, y cuando el Sol que la cegaba dejó de estar sobre su hombro, Violeta pudo verlo claramente: unas orejas puntiagudas coronaban el rostro cubierto de negro y terso pelaje, y unos grandes ojos rasgados, amarillos, lo observaban todo sin perder detalle. ¡Era un hombre gato! ¡Un Rastreador! Un momento después vio como éste fruncía el ceño, al parecer disgustado, y cómo abriendo su hocico de largos y afilados dientes, gritaba:

—¡Basta, bellacos! ¡Tan sólo es una cría!

Al oír esas palabras se confirmaron sus peores sospechas, unas sospechas que había tratado de mantener alejadas hasta entonces, y un sentimiento de rabia e impotencia se apoderó de ella hasta nublarle la visión. ¿Qué podía hacer ella contra soldados armados y entrenados para la guerra?

—¡Que te zurzan! —oyó que contestaba uno de ellos, gritando también —, ¡lo que tienes es envidia por no haberla encontrado tú!

—¡Eso es! —Apostilló otro —¡Si no quieres esperar a que te toque, tírate al chico! ¡A nuestro señor no le importará que se lo entregues después de sodomizarlo!

Tras esas palabras los hombres estallaron en carcajadas, pero se silenciaron al instante cuando el hombre gato saltó con agilidad del caballo al tiempo que sacaba su larga espada de la vaina.

—He dicho que dejéis en paz a la niña. Y no lo volveré a repetir —susurró el Rastreador en un extraño tono que puso la piel a gallina de cuantos lo escucharon, incluída Violeta en su escondite.

Los soldados retrocedieron primero un par de pasos en silencio, pero luego se miraron unos a otros y, asintiendo, desenvainaron sus espadas y formaron una línea frente al hombre gato. Tras ellos se levantaba del suelo un octavo hombre, que ajustándose las ropas se volvió también, dejando en el suelo, entre la hierba aplastada, un pequeño cuerpo inerte.

Violeta, al ver el cuerpo medio desnudo de su hermana, con la ropa hecha jirones, no pudo evitar por más tiempo que las lágrimas se derramaran deslizándose por sus mejillas, y se cubrió la boca con las manos para evitar que los sollozos la delataran. Aún había una posibilidad, se dijo, tratando de serenarse. Aquél hombre gato podía salvar a Isobel. Debía salvarla.

—¿Acaso quieres morir? —Dijo uno de ellos, adelantándose con la espada dispuesta —. El Duque de Rosswyn nos ha dado órdenes de que le llevemos al chaval, pero no ha dicho nada sobre tí. Puede que hasta nos agradezca el no tener que pagarte por tus servicios.

El hombre gato se tensó, al tiempo que siseaba una advertencia:

—He callado ante demasiadas cosas en el pasado, pero ésto no lo voy a consentir. Montad en los caballos e iros. O tendré que mataros. Yo le llevaré el chico a vuestro amo.

—¿Estás loco? ¿O es que no sabes contar? Ni tus siete vidas te librarán de dejar este mundo si no guardas tu arma ahora mismo. Nos sobra una espada —fue la ingeniosa respuesta del soldado, a la que sus compañeros respondieron con risas nerviosas. Pero pronto callaron al ver que el Rastreador hacía caso omiso de sus últimas palabras, y a un movimiento de cabeza del que parecía el líder empezaron a rodearlo lentamente. Eran conocedores de la fama de aquél tipo y, aunque le superaban ampliamente en número, no las tenían todas consigo.

—Os avisé —susurró de nuevo el hombre gato, que a una velocidad vertiginosa se lanzó contra el soldado que estaba más avanzado con la espada por delante. Antes de que sus compañeros reaccionaran la espada había entrado y salido de su pecho, trazando una fina línea roja en el aire, atravesando la cota de mallas como si nunca hubiera existido. El hombre permaneció en pie unos segundos, con la mirada perdida, antes de caer al suelo como un muñeco desmadejado.

Al ver caer a uno de los suyos, los hombres del Duque reaccionaron al fin, y todos a una se abalanzaron sobre el Rastreador, que esquivó con facilidad las primeras estocadas, y dando un par de volteretas hacia atrás consiguió romper el cerco y alejarse del acero que buscaba su carne. Acto seguido volvió a saltar sobre el que había quedado más cerca y le traspasó el cuello con un rápido movimiento, y mientras el hombre se arrodillaba en el suelo ahogándose en su propia sangre dirigió una nueva estocada al próximo oponente, que para su sorpresa logró desviar. Supuso que el tipo había tenido suerte, pero aquél instante de duda, de incredulidad, le hizo perder unos preciosos segundos que unos de sus enemigos supo aprovechar, y la punta de una hoja saboreó su sangre, trazando una línea roja en el aire.

Violeta, desde la maleza, observaba impresionada el sangriento espectáculo, y casi saltaba al ritmo en que lo hacía el hombre gato. Éste se había alejado nuevamente del grupo y se había llevado la mano libre a las costillas, allá donde lo habían herido. Los seis hombres que aún quedaban en pie avanzaban hacia él de nuevo, tratando de rodearlo. Ninguno se reía ya.

Él esperó a que se acercaran y los señaló con la espada al tiempo que con la otra mano mostraba una daga larga, de hoja curva. Luego susurró, con un tono de desprecio en la voz:

—No quiero mataros, aunque sin duda lo mereceis. Iros ahora, antes de que cambie de opinión.

Los soldados se miraron de nuevo y negaron con la cabeza casi a la vez.

—Tienes que pagar por las muertes de Joi y Arnor, gato —graznó uno de ellos, con voz temblorosa —. Además, nos has arruinado la diversión, maldito seas. ¡No le hacíamos mal a nadie!

Esas últimas palabras parecieron enfurecer aún más al Rastreador, que dirigió su mirada a la pequeña que yacía inconsciente junto a él para luego, con el corazón inflamado y gruñendo con una ferocidad que debilitó la moral de sus enemigos, se lanzó contra éstos, que sorprendidos y asustados trataron de defenderse. Violeta asistió entonces a un combate brutal y sin concesiones, un combate que la acompañaría en forma de pesadillas durante mucho tiempo, en el que la sangre manó a borbotones de las heridas y miembros amputados cayeron sobre la hierba, tiñendo sus tallos de rojo oscuro.

Unos minutos después sólo se mantenía en pie el hombre gato, cubierto de sangre y aún sosteniendo las dos armas en alto. Permaneció así un tiempo, sin mover ni un músculo, el único movimiento perceptible el de su pecho al ritmo de su respiración, y Violeta le imitó a pesar de la necesidad imperiosa de salir corriendo en busca de su hermana. Cuando al fin se movió, lo hizo lentamente, tomando aire y observando a su alrededor. Todos los caballos excepto el suyo se habían alejado del lugar, y el suelo estaba cubierto de cadáveres, sangre y vísceras. Más allá estaba la niña, aún desvanecida, inmóvil. Violeta, siguiendo la mirada del Rastreador, reparó entonces en el fardo que había sobre la grupa del animal: en realidad era un chico que, atado, observaba boquiabierto el resultado de aquella carnicería.

El hombre gato limpió sus armas y las guardó en sus respectivas vainas, y luego caminó hacia la niña, se arrodilló sobre ella y comenzó a examinarla. Violeta lo observaba todo sin saber qué hacer: temía por su hermana y por ella misma. El hecho de que aquél hombre hubiera ayudado a su hermana no quería decir nada; conocía de sobra la reputación de los de su oficio. Y en eso andaba pensando cuando, repentinamente, él levantó su gatuna cabeza y miró directamente hacia el lugar donde se ocultaba. Luego se levantó, cogiendo a la pequeña Isobel en brazos, y dando un paso en su dirección dijo, con voz calma:

—Puedes salir, no te haré ningún daño.

Violeta salió al fin de la espesura e, intentando no mirar a los cadáveres que cubrían el terreno y a pesar de que temblaba como una hoja, continuó avanzando bajo la atenta mirada del hombre gato hasta situarse frente a él.

—Es mi hermana —dijo, con un hilo de voz, señalando a Isobel.

—¿Vivís cerca de aquí? —preguntó él, mirándola a los ojos. Ella bajó la vista, cohibida, y contestó con voz temblorosa, señalando hacia el este:

—A casi tres mil pasos, tras las colinas...

—Sea pues. Debemos darnos prisa, tu hermana necesita cuidados –sentenció él.

Dicho ésto se giró y avanzó a grandes pasos hacia su caballo. Violeta, tras un instante de duda, volvió rápidamente atrás para recoger la cesta de las hierbas que había traído del bosque y que había dejado entre unas zarzas; probablemente las iban a necesitar antes de lo previsto. Tras eso regresó junto al hombre gato, que ya había depositado a Isobel sobre la silla de montar y ahora descargaba al muchacho atado, que lo miraba acongojado, y lo dejaba sobre la hierba. Luego, sacando la daga curva, se acuclilló sobre el chico, que comenzó a llorar y a gritar implorando por su vida. Violeta observaba la escena petrificada, sin saber qué hacer. Y entonces, con un rápido movimiento, de una sola pasada, el Rastreador cortó las cuerdas que mantenían inmovilizado al prisionero y volvió a alzarse.

—No más sangre hoy. Ni más trabajos indignos en el futuro. Puedes irte, chaval.

El muchacho aún permaneció en el suelo un buen rato, perplejo, observando boquiabierto al hombre gato y a la extraña joven, de ojos de un imposible color violeta, mientras se alejaban en dirección este, guiando al caballo y a su carga hacia los campos que se extendían más allá de las colinas.

* * *

—¿Estáis herido? —preguntó la muchacha, esforzándose por mantener el ritmo del hombre gato, que a pesar de que parecía cojear un poco caminaba más deprisa que ella.

—Sí —respondió él, mirándola por encima del hombro —, pero mis heridas curarán en un par de días. Son las de tu hermana las que me preocupan: las heridas que se inflingen en el alma son las más difíciles de sanar.

La joven asintió despacio y siguió avanzando apesadumbrada: se sentía culpable por lo sucedido, y temía que su hermana nunca volviera a ser la misma. Luego pensó en sus padres, y en cómo se tomarían aquella desgracia. No pudo evitar que las lágrimas asomaran de nuevo a sus ojos.

—¿Cómo te llamas? —preguntó el Rastreador de improviso, alejando los malos pensamientos de su mente.

—Violeta —contestó ella, agradeciendo de pensamiento que le hubiera hecho aquella pregunta.

—Mi nombre es Zai. Zai u’Rznarr. Lamento que nos hayamos conocido en tan funestas circunstancias.

Tras la escueta presentación siguieron caminando, cada uno sumido en sus propios pensamientos, sin percatarse de que alguien los seguía en la distancia.

dijous, 7 d’octubre del 2010

Prólogo




El día en que nació las nubes ocultaban el sol y una ligera brisa llegaba hasta la llanura desde las lejanas montañas, agitando levemente la alta hierba cubierta por el rocío. En el interior de la pequeña cabaña el parto no fue bien, y la madre murió a causa del esfuerzo y la pérdida de sangre. Y en el exterior una cabra moría al mismo tiempo que el lloro del bebé se alzaba hacia el cielo gris y espantaba al resto del rebaño que, tras derribar el precario vallado, se dispersó por la pradera como si les persiguiera una manada de lobos hambrientos.

¡Mala sombra! ¡Mala sombra! gritó la comadrona, dejando caer descuidadamente al bebé junto al cadáver de su madre, sobre las sábanas ensangrentadas.

Lo miró una vez más para cerciorarse y alzando la voz de nuevo abandonó aquél hogar para siempre maldito, e ignorando los lloros del recién nacido corrió sin detenerse hacia el camino que la llevaría hasta la aldea más cercana.

El bebé, abandonado a su suerte en el que debería haber sido un hogar feliz aquella mañana otoñal, lloró durante horas hasta que se quedó dormido junto al cuerpo de su madre, que ya no le daba ningún calor.

Pero La Dama Fortuna no quiso que el bebé corriera la misma suerte que su madre, e intercedió haciendo que una caravana detuviera sus pasos en el abrevadero que había junto al sendero que conducía a la cabaña. Y hasta allí llegaron los lloros del recién nacido, que despertaba de un sueño agitado, hambriento y aterido.

Todas las miradas se volvieron hacia la cabaña que se alzaba al final del sendero, y la falta de humo saliendo de la chimenea hizo que se extrañaran y que unos cuantos decidieran ir a ver.

La escena que apareció ante éstos hizo que se les encogiera el corazón y quedaran paralizados, a excepción de la mujer del guía, que veloz envolvió al bebé en su propia capa y lo sacó al exterior para que le diera un poco el sol que ya asomaba entre las nubes. Luego empezó a gritar instrucciones a los demás; debían hacer un fuego para calentar a aquella criatura y alimentarla sin demora. La mujer, arrodillada en la hierba acunando con delicadeza al bebé, agradeció a La Dama Fortuna que en el grupo viajara una madre de mellizos a los que aún amamantaba.

Mientras unos se alejaban corriendo en dirección a la caravana y otros empezaban a encender una hoguera, la mujer descubrió un poco al bebé para observarlo mejor. La criaturita tenía los ojos cerrados y estaba amoratada a causa del frío y cubierta de sangre seca; en cuanto estuviera la hoguera encendida habría que calentar un poco de agua para lavarla, se dijo. Luego apartó un poco más la capa para verle el sexo: era una niña. Una niña proporcionada y con el peso adecuado. Sobreviviría.

De repente, algo hizo que el corazón de la mujer saltara en su pecho. La niña había abierto los ojos y mirado directamente a los suyos durante lo que le parecieró una eternidad, pero eso, ya de por sí desconcertante, no fue lo que hizo estremecer a la mujer que, por su condición de esposa de un guía de caravanas había viajado ya por medio mundo y sido testigo de maravillas incontables. Lo que realmente la dejó azorada fue la mirada de la niña, que transmitía una sabiduría y una tristeza que no había visto jamás en otro ser humano, y el color de sus ojos, de un violeta imposible.