divendres, 16 de març del 2012

La Literatura 2.0 está aquí para quedarse

Hace ya un tiempo intenté hablaros de lo que yo imaginaba sería la literatura en un futuro próximo, o la llamada Literatura 2.0. La mayoría pensaron que estaba loco al intentar comparar una obra literaria futura con una superproducción hollywoodiense o con un videojuego de los que se realizan hoy en día, que cuentan con la ayuda de muchos profesionales llegados desde distintas disciplinas para dotar a esas obras de la máxima profesionalidad y calidad. También se revolvían en sus asientos al imaginarse trabajando en equipo en su creación, la cual consideraban suya y sólo suya, y no querían ni plantearse la idea de que una novela podía ser la obra de mucha gente. Pues bien, esta semana ha quedado demostrado que lo que yo decía se puede hacer, y que el futuro va por ese camino si los escritores —y la literatura en general— no queremos quedarnos estancados.

La prueba: http://www.tiempo-de-heroes.com/

dilluns, 16 de gener del 2012

Relato - REGRESO AL PASADO

He matado a treinta y cuatro personas a lo largo de mi vida, aunque es probable que mi intervención en el 3036, como voluntario en las Guerras Corporativas cuando sólo era un chaval, aumente esa cifra sin yo saberlo. En cualquier caso, treinta y cuatro son las vidas que he arrebatado siendo consciente de ello, todas sin motivo aparente, movido por el placer que me produce y por alimentar un sentimiento interior al que yo llamo “realización personal”. Ninguna de las víctimas tenía relación conmigo ni entre ellas, ni las había visto antes de asesinarlas; ni siquiera vivían en el mismo país. Tampoco las he matado siguiendo un patrón; por eso sigo libre después de tantos años. Sólo dejo una postal, comprada para la ocasión, en la escena del crimen; una pequeña pista que por ahora los investigadores no han sabido —o no han podido— utilizar. A ojos del mundo soy un ciudadano ejemplar, sin ficha policial y con un trabajo que pronto será un recuerdo gracias a la jubilación anticipada que está por llegar; soy un hombre gris que no destaca en nada entre millones de otros hombres grises. El disfraz perfecto para alguien como yo.

En estos momentos estoy en mi apartamento, a más de trescientos metros de la superficie terrestre, haciendo la maleta después de los tres años más largos de mi vida. Ni siquiera las magníficas vistas que tengo de la ciudad me hacen olvidar los mil cien días exactos que han pasado desde que la hice por última vez, antes de regresar a casa de mis últimas vacaciones; los mil ciento cinco días que han transcurrido desde que “maté” por última vez. Y todo por la maldita Ley Salomon. Que se aprobara a nivel mundial fue lo peor que me podía pasar, aunque no comprendí los peligros que esa ley entrañaba hasta más tarde. Si hoy estoy aquí, terminando de llenar la maleta, con un billete de vuelo que bien podría ser un vale por un asesinato, es porque tuve suerte.

Aún recuerdo a mi última “víctima”: era un tipo cualquiera, sin ninguna particularidad digna de mención. Lo único que le diferenciaba del resto de personas era el hecho de que yo lo había elegido. Le seguí con discreción durante horas, como hacían algunos depredadores con sus presas cuando aún había animales en libertad recorriendo prados y bosques. Ese día almorcé, merendé y cené con él, desde la distancia, aguardando el momento oportuno. Sólo cuando estuve seguro de que no había testigos, mientras cruzábamos por debajo una de las anchas avenidas de Nueva Saigón, por un estrecho y solitario túnel, me abalancé sobre él, clavando la navaja en su garganta. Pero algo inesperado sucedió. No comprendí al instante qué había pasado; qué había fallado. El hombre me apartó de un empujón y, volviéndose, me observó extrañado. Su rostro no reflejaba dolor, sólo una mezcla de curiosidad y sorpresa, y de su cuello no brotaba ni una sola gota de sangre. Entonces, al ver aquel par de cables chispeantes que asomaban de la herida, fui consciente de mi error, y me acordé de la maldita ley que se había aprobado hacía apenas un año.

La Ley Salomon, más conocida como la Ley de Igualdad Artificial, se promulgó tras las huelgas y revueltas robot que llevaron al mundo a una de las peores crisis globales y cerca del colapso total. Esa ley fue aprobada tras demostrarse que los androides Clase A (y las demás clases fabricadas a partir de ésta) poseían una Inteligencia Emocional que, combinada con su Inteligencia Artificial, les dotaba de cierto libre albedrío y, más importante aún (para algunos), de sentimientos. La nueva ley les convirtió de la noche a la mañana en humanos, y eso les permitió vivir entre nosotros como iguales, sin tener que identificarse. Desde ese día no hubo forma de saber si por la venas de la chica que te servía el capuccino en la cafetería corría sangre o aceite para maquinaria. A menos que la mataras, claro.

Tras apuñalar a la que tenía que convertirse en mi víctima número treinta y cinco, descubrí que los androides no eran tan fáciles de matar. Ante aquella situación, nueva para mí (nunca antes había tenido que enfrentarme a mis víctimas), el factor suerte tomó partido: la Ley Salomon me había inducido al error pero, otra ley, una de las Tres Leyes básicas de la Robótica*, jugó a mi favor; el libre albedrío de aquellos semihumanos, en el fondo, tenía límites. Desguacé al hombre robot sin que él hiciera nada por impedirlo y escapé sin que nadie me viera.

Desde entonces han pasado tres años. Tres años sin matar por miedo a volver a equivocarme, consciente de que la suerte es voluble. Tres años sin tomarme unas vacaciones de verdad, sin viajar, sin comprar postales que dejar junto a los cadáveres de los elegidos. ¿Para qué, si mi único aliciente al viajar era matar? Pero, cuando ya me había resignado a terminar mis días como un hombre gris cualquiera, llegó a mi buzón un flyer 3D anunciando algo sorprendente:

REGRESO AL PASADO
Un regreso a los orígenes; las vacaciones que merece.
Sólo para humanos.
Olvídese de ordenadores, de la TCom, de teclados holográficos, del estrés, de las jaquecas y de las mascarillas antipolución. Viaje al pasado y disfrute del campo, de los bosques, de un buen baño en un lago de aguas cristalinas; del placer de la caza y la pesca; de una gastronomía real.

He terminado de hacer la maleta. Estoy excitado y nervioso, como un niño pequeño la noche antes de Navidad. Me pongo la chaqueta y, de camino a la puerta, recojo la documentación y el sobre con las tres postales que he comprado esta mañana.


*Las Tres Leyes de la Robótica mencionadas en este relato hacen referencia a la obra del maestro Isaac Asimov, al que tanto y tantos le debemos.

Este relato se lo dedico a mis colegas de FdS.

dissabte, 14 de gener del 2012

Una pequeña parte de AETERNITAS

PRÓLOGO

Cuenta la leyenda que existen siete inmortales que dominan el mundo y que llevan haciéndolo desde el principio de los tiempos. Se dice que manejan los hilos de todos nosotros desde las sombras, que nadie sabe quiénes son ni donde están, y que los pocos que han conseguido acercarse a ellos han desaparecido sin dejar rastro.

Esta leyenda, cuento o fábula —dadle el nombre que queráis— hasta hace poco era real, y en parte lo sigue siendo. Tres de los siete ya no se ocultan en las sombras protectoras de sus fortalezas. Dos han muerto recientemente, rebatiendo la parte que mencionaba la inmortalidad, y el tercero va en este preciso instante en el asiento trasero de un coche, huyendo de su perseguidor como alma que lleva el diablo. Sabe que no habrá clemencia, como no la hubo para sus hermanos. Nunca la hay cuando existe un contrato de por medio.


1. RICHARD

12 de febrero de 2011, 2:23 AM, en algún punto cercano al pirineo catalán, norte de España.

El viento invernal, helado, le daba a Richard en la cara mientras conducía a toda velocidad por la autopista. No sentía el frío ni le importaban los rádares. End of All Hope, de Nightwish, sonaba a todo volúmen en el estéreo del descapotable que se había comprado aún no hacía ni una semana. Estaba avanzada la noche y, aparte de su coche y del Volvo que llevaba delante, nada se movía sobre el asfalto. El conductor del otro vehículo aceleró, intentando desesperadamente dejarlo atrás y él, a su vez, presionó suavemente con el pie derecho y la aguja del cuentakilómetros se desplazó hasta marcar los doscientos veinte kilómetros por hora. En el asiento de atrás del Volvo observó revolverse la silueta de su objetivo al acortarse de nuevo la distancia que los separaba y que, por el momento, lo mantenía con vida. La aguja siguió desplazándose poco a poco: doscientos treinta, doscientos cuarenta... Las curvas empezaban más adelante, las veía a pesar de la oscuridad, y el volante empezó a vibrar en sus manos como si le advirtiera del peligro. Se adentraron en ellas sin reducir la velocidad pero, para su sorpresa, pronto comenzó a ganar terreno. Deberías haber contratado a un chófer mejor, viejo.

El morro de su automóvil empujó poco después la parte trasera del Volvo y ambos vehículos se agitaron con la sacudida. Aceleró aún más y volvió a golpearles; esa vez su objetivo se irguió en el asiento y agitó los brazos: no parecía demasiado contento. Menos contento vas a estar en breve. Menos todo, excepto muerto.

De repente, se despegó de su presa en mitad de una curva e inició un peligroso adelantamiento por la derecha. El otro conductor, que no debía ser malo del todo en su trabajo, se percató de sus intenciones e intentó frenar para dejar que lo adelantara y que éstas quedaran en nada, pero ya era demasiado tarde. Richard dio un volantazo y hundió el morro de su Spyder de doscientos mil euros contra el lateral del otro coche mientras soltaba una carcajada de satisfacción. Los dos vehículos, trabados, metal contra metal, comenzaron entonces a dar vueltas sobre sí mismos por la calzada de cuatro carriles como si de una pareja de bailarines en una sala de festejos se tratara, pero en lugar de un vals de Chopin lo que sonaba aquella noche era el enérgico gothic metal de Nightwish.

Richard no levantó ni un milímetro el pie del acelerador durante los segundos que rodaron sobre el asfalto, y rió como un maníaco mientras observaba a las dos figuras agitándose impotentes en el interior del Volvo, como insectos atrapados en un bote que está siendo zarandeado con brusquedad. Entonces, de repente, sin dejar de reir, disfrutando del momento, apartó el pie del acelerador y pisó el pedal del freno hasta el fondo a la vez que tiraba del freno de mano. Ambos vehículos parecieron querer levantar el vuelo por una fracción de segundo, pero el peso era demasiado y, con un crujido estrepitoso, terminaron separándose con violencia. Cuando las cuatro ruedas del Spyder volvieron a tomar tierra éste permaneció quieto en el sitio. Por el contrario, el otro coche salió despedido a gran velocidad hasta el muro lateral de contención de la autopista, donde se estrelló de frente, aplastándose como una lata de sardinas y levantándose en el aire unos tres metros antes de volver a tocar el asfalto. A continuación, por espacio de unos segundos, todo quedó en silencio y nada se movió, a excepción de una mancha oscura, mezcla de agua destilada, aceite y gasolina, que comenzó a extenderse por el asfalto alrededor de lo que por aquel entonces era un amasijo de metal y aluminio.
Con calma, disfrutando de su pequeña victoria pero consciente de que aún no había ganado la batalla, Richard bajó la palanca del freno de mano y, tras comprobar que el motor del Spyder aún respondía, metió primera y lo llevó hacia el arcén. Se detuvo a unos quince metros del coche destrozado y encendió las luces de emergencia —las que importaban, las traseras, seguían intactas— y luego se apeó del vehículo. Primero echó un vistazo a los desperfectos de la parte delantera, que no habían sido tantos como había pensado en un primer momento, y después se encaminó hasta al maletero. Lo abrió y sacó, tomándose todo el tiempo del mundo, uno de los triángulos reglamentarios que venían con el coche. Un par de minutos después lo colocó junto al arcén al principio de la curva, a unos cincuenta metros del lugar del accidente, y de vuelta se encendió un pitillo raspando una cerilla en el asfalto. Qué bien saben los condenados en momentos como éste.

Apoyado en la puerta del su coche, mientras daba caladas al cigarro, contempló el bosque de abetos que crecía junto a la autopista y escuchó el sonido del viento, el rozar de sus ramas, y olió la embriagadora fragancia de la vegetación, de las agujas de los árboles y de la savia que resbalaba por la corteza en la oscuridad. Momentos como ése le hacían volver a su infancia, a cuando trotaba por los bosques, detrás de las ardillas o de cualquier otro animal, ajeno a todo. Antes de convertirse en lo que era. Hacía tanto tiempo, tanto...

Un crujido metálico le hizo volver al presente y se volvió con rapidez hacia lo que quedaba del Volvo. La espera ha terminado. Dejó caer el pitillo sobre el asfalto, a sus pies, y lo aplastó bajo su bota. Otro crujido llegó a sus oídos, éste más prolongado, y le pareció ver como uno de los laterales del vehículo, donde creía que debería estar una de las puertas, se combaba levemente hacia afuera. Entonces, inclinándose sobre el asiento del copiloto, abrió la guantera y extrajo un objeto alargado de su interior, envuelto en un pequeño retazo de piel cubierta por antiguos símbolos de poder. Irguiéndose de nuevo, lo sopesó en su mano izquierda mientras observaba doblarse el metal tras el que estaba aprisionado su enemigo. Los golpes y chasquidos habían acallado todos los sonidos de la noche.

Sin apartar la mirada del vehículo accidentado, pronunció unas palabras en un idioma que ya nadie utilizaba, y los símbolos grabados en la piel parecieron prenderse con una luz azulada. Luego extrajo la daga de hueso de su interior y la contempló mientras una sonrisa psicópata se perfilaba en su rostro. Un segundo después, una puerta aplastada en forma de acordeón saltó por los aires y cayó estrepitosamente en mitad del tercer carril de la autopista. Al fin.

—Dime qué quieres —dijo el hombre al que Richard había estado persiguiendo durante los últimos meses al salir del vehículo aplastado, encarándolo. Su ropa estaba hecha trizas pero no había ni rastro de sangre en ella. Como los dos anteriores, a pesar de haber vivido miles de años, el tipo no aparentaba más de treinta.

—Comprobar si de verdad eres inmortal, como cuentan las leyendas.

Él hombre lo observó entonces, aterrado. Parecía que tantos años de vida no le habían preparado para la muerte. Tras un instante de duda, el supuesto inmortal volvió a hablar:

—Puedo darte lo que quieras. No hay nada fuera de mi alcance…

—Ya te he dicho lo que quiero —le cortó Richard, dando un paso hacia su presa.

Entonces, abatido, el hombre se arrodilló en el suelo frente a él y rompió a llorar, la cabeza gacha y las manos levantadas, abiertas. Parecía un jodido vagabundo pidiendo limosna, pero sabía que era todo lo contrario. Aún así, aquella reacción le pilló por sorpresa: los otros dos habían presentado batalla. ¿Qué cojones le pasa? ¿Éste es uno de los poderosos inmortales que han gobernado a la humanidad desde las sombras durante milenios?

Debería haberlo visto venir, pero aquél instante de duda le traicionó. De repente, surgida de la nada a través de la oscuridad, la puerta-acordeón golpeó a Richard con fuerza en el costado y lo lanzó por los aires más de cinco metros contra el muro que separaba la autopista del bosque. Su rodilla izquierda crujió al impactar contra el bloque de hormigón, pero consiguió caer bien y se volvió al instante hacia su enemigo. Ya me ocuparé luego de lamerme las heridas. Por suerte no había dejado caer la daga. Sin ella lo tendría realmente jodido.

—¿Cómo te atreves a amenazarme, gusano? —exclamó el inmortal, arráncandose los restos de la camisa y dejando a la vista su torso musculado y, sobre su pecho izquierdo, el tatuaje de aquel sol oscuro que Richard ya había visto dos veces antes — ¡Soy Salvattore Silano! ¡Soy uno de Los Siete! ¡Puedo aplastarte con sólo pensarlo!

—No. No puedes — replicó él, sonriendo de nuevo —No mientras sostenga esto —. Y levantó la daga de hueso para que su enemigo la viera bien mientras avanzaba con cierta dificultad en su dirección. El dolor incisivo que sentía al caminar le hizo suponer que sólo se había fisurado la rodilla, y pensó que aguantaría. Al menos, eso espero.

De repente, el crepitar de la estática a su alrededor advirtió a Richard de que su oponente estaba utilizando de nuevo sus poderes. Mientras cojeaba tratando de llegar hasta él, vió por el rabillo del ojo como lo que quedaba del Volvo comenzaba a levantarse del suelo, temblando. Al mismo tiempo, el hombre llamado Salvattore retrocedía alejándose de él para ganar tiempo. Richard, mientras avanzaba y a pesar de la distancia, pudo ver como se le hinchaban las venas del cuello y de la frente debido al esfuerzo y como en sus pupilas empezaban a asomar venillas rojas. Además, a medida que aquél deshecho ganaba altura, le pareció que el sol negro que su enemigo llevaba tatuado en el pecho cambiaba de forma.

Las dos o tres toneladas con las que el inmortal pretendía aplastarlo flotaban ya a unos cinco o seis metros del suelo, acercándose cada vez a mayor velocidad, cuando éste dejó de retroceder. Richard supuso entonces que necesitaba permanecer inmóvil para mantener el control de aquel montón de chatarra. Sólo veinticinco metros lo distanciaban de él, pero era consciente de que eran demasiados con la rodilla tal como la tenía. Sólo tendré una oportunidad. Si fallo se acabó.

Su presa lo miraba con odio mientras hacía levitar aquella mole en su dirección. Sabía que no llegaría hasta él antes de aplastarlo con ella, cada vez la movía más deprisa y con más soltura. Richard sólo disponía de unos segundos y, cuando vió que el inmortal le dedicaba una sonrisa triunfal y que empezaba a mover los labios para dedicarle unas últimas palabras, la carga mortal levitando ya sobre su cabeza, decidió aprovecharlos, sabiendo que había llegado el momento que había estado esperando.

Haciendo caso omiso del dolor atroz y del nuevo crujido procedente de la rodilla herida, saltó con todas sus fuerzas a un lado al mismo tiempo que lanzaba la daga cargada telequinéticamente.

El supuesto inmortal llamado Salvattore Silano no llegó a pronunciar ni una sílaba antes de que el arma hubiera recorrido la distancia que los separaba, hundiéndose hasta la empuñadura de hueso en el sol oscuro tatuado de su pecho. Un instante después Richard escuchó el estrépito de los restos del Volvo al estrellarse contra el suelo, en el lugar donde había estado un segundo antes. Luego contempló con satisfacción como el hombre que los había animado se derrumbaba, la vida abandonando lentamente aquel cuerpo que había vivido miles, tal vez millones de años.

Richard observó el cadáver desde la distancia mientras recuperaba el aliento y, cuando se sintió mejor, se levantó a pesar del terrible dolor que recorría su pierna izquierda. La rodilla estaba rota, pero no pudo evitar sonreír. No le pareció un precio demasiado alto a cambio de la muerte de otro de esos viejos bastardos y del millón de euros que al día siguiente le ingresarían en su cuenta de Suiza. Para nada.

Dando saltos cortos se acercó a Salvattore y extrajo la daga de su pecho. Su cuerpo, transcurridos unos segundos, empezó a brillar y a desvanecerse muy despacio. Richard ya había presenciado el proceso dos veces con anterioridad, y le pareció tan hipnótico como observar un buen fuego. Con la ventaja de que luego no te cogen ganas de mear. Finalmente decidió sentarse en el suelo frente al cadáver, encenderse un pitillo y disfrutar del espectáculo.


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