dimarts, 12 de juliol del 2011

Parte 2 / Conciencia 10


Lo primero que escuchó fueron los dos ladridos. Aquello la extrañó y la puso en alerta. Desde que había despertado y había iniciado su excursión por la ciudad no había visto ningún otro ser vivo que a aquellos cinco idiotas.

Permaneció sin moverse sobre el vehículo de lujo, con el arma dispuesta sobre el hombro y oteando en dirección a la ancha avenida que se perdía en la distancia, desde donde le habían llegado los sonidos emitidos por el perro. Desde allí, cubierta por la sombra del edificio, ella vería a cualquiera que caminara por la calle en su dirección mucho antes de ser descubierta.

Lo segundo que escuchó, minutos después, fueron unos pasos rápidos y, a continuación, dos siluetas aparecieron en la lejanía rodeando un viobús turístico abandonado. Una era la de un hombre y, la otra, la de la bestia que creía que había ladrado minutos antes, corriendo ambos a buen ritmo en su dirección, uno sobre dos patas y el otro sobre cuatro. El animal meneaba la cola y saltaba de vez en cuando. La mujer sin recuerdos alzó una ceja ante la escena, sorprendida; parecía que el escenario de muerte y destrucción que se extendía por todas partes no fuera con ellos.

Los observó acercarse mientras decidía si podían suponer un peligro y, poco después, cuando ya los separaban unos cien metros de donde estaba, vio que el hombre llevaba un fusil a la espalda. Por su aspecto no parecía un tipo peligroso, más bien todo lo contrario: pinta de adolescente, extremadamente delgado y paliducho. Parecía un enfermo terminal, aunque las zancadas que daba en su dirección indicaban todo lo contrario. ¿Qué hago?, se preguntó, aún indecisa. ¿Les dejo seguir su camino? No es que haya encontrado a mucha gente dispuesta a contarme qué cojones está pasando desde que he despertado y, continuar sola, aunque es una opción, sería disparatado en mi estado. ¡Si ni siquiera sé donde demonios estoy!

Ya estaban a cincuenta metros y no parecían haberla visto aún. La mujer sin recuerdos esperó un poco más, tranquila, respirando profundamente y observando al joven a través de la mirilla de su arma. Esperó a que llegaran a unos veinte metros y entonces se levantó sobre el capó del Simbird sin dejar de apuntarle y les dio el alto. Había tomado ya una decisión. Sólo esperaba no tener que arrepentirse más tarde.

diumenge, 10 de juliol del 2011

Parte 2 / Conciencia 9


Cuando llevaba unos trescientos metros recorridos, ya llegando a la altura de la primera calle que cruzaba la Avenida Central, Jesse escuchó un sonido a su derecha, como el de un cuerpo pesado golpeando contra el suelo, seguido luego por un extraño repiqueteo seco que se iba acercando en su dirección. Se volvió asustado y sin dejar de correr, esperando ver a los saqueadores tras él, pero lo que vio le dejó estupefacto: el perro había vuelto y corría hacia él con agilidad y meneando la cola, esquivando cadáveres y escombros. Si no fuera porque no podía ser, le pareció que el animal sonreía, como haría cualquiera al reencontrarse con un viejo amigo al que hacía tiempo que no veía. Aquello, considerando la situación en la que se encontraba, conmovió a Jesse de tal forma que instintivamente se detuvo y, agachándose, abrió los brazos esperando su llegada mientras sonreía como un tonto.

Cuando llegó junto a él, la bestia ladró un par de veces y se le tiró encima, cayendo los dos sobre el asfalto mientras le lamía la cara.

—Si vuelves a dejarme tirado —dijo Jesse sonriendo poco después, mientras el animal daba saltos a su alrededor con alegría —, te convertiré en hamburguesas. Y no es una coña, socio. Ahora larguémonos de aquí antes de que alguien que haya oído tus ladridos se me adelante.

dissabte, 9 de juliol del 2011

Parte 2 / Conciencia 8


Tras el encuentro con aquellos matones aficionados, la mujer sin recuerdos se sintió como si hubiera vuelto a nacer, pero con el cordón umbilical enrollado al cuello. Y desde entonces estaba de muy mala leche. Se había detenido de repente en mitad de un cruce entre tres grandes avenidas y observaba con el ceño fruncido a su alrededor. ¿Y ahora qué?, se preguntó. Ya había llegado al centro de la ciudad y todo seguía igual de jodido. ¿Qué sentido tenía vagar por una ciudad muerta sin tener un objetivo claro? Quizás hubiera sido mejor unirse a ellos. Al menos le hubieran aclarado donde estaba y qué demonios había pasado allí.

Incapaz de decidirse por qué dirección tomar, se sentó en el capó de un Simbird ZX Deluxe dorado que estaba aparcado a la sombra. ¿Qué puta ironía del destino era aquella? ¿De la marca y modelo de un vehículo sí se acordaba?, se preguntó, arañando la superficie de plástico mesmerizado que tenía bajo su trasero. Luego dejó que fueran pasando los minutos, como si el desastre que se extendía a su alrededor no fuera con ella. Si conseguía que se le pasara el cabreo tal vez se le ocurriera algo útil.

Aclaraciones sobre mis historias y sobre cómo leerlas

Saludos,

debido a que cada vez escribo más y a que voy comenzando nuevos proyectos y, sobre todo, a que cuelgo los capítulos sin seguir ningún orden establecido, os recomiendo que, si queréis leer cómodamente alguna de las historias de la web, accedáis haciendo click en el título que os interese del apartado Etiquetas de la barra lateral. Así podréis leer los distintos capítulos de una misma historia sin interrupciones y sin perderos. Más abajo os describo brevemente las distintas historias que hay colgadas hasta ahora.

Aprovecho para comentar que los capítulos que podéis leer en esta página forman parte de un primer borrador y que puede que encontréis errores de todo tipo: ortográficos, tipográficos, gramaticales y de estilo, que serán corregidos sobre los manuscritos originales cuando estos sean revisados. Además, es muy probable que algunos capítulos desaparezcan de la obra definitiva o que se añadan algunos nuevos, como ya sucedió con mi primer libro.

Añadir también que las historias aquí colgadas están registradas en Creative Commons a mi nombre, y alguna de las más avanzadas también en el Registro de la Propiedad Intelectual.

Por ahora hay cuatro historias en el blog:

Crónicas del Después - Novela de ciencia ficción apocalíptica, ambientada en la Tierra en el año 2067. El Segundo Gran Apagón deja sin energía a todo el planeta y causa una crisis global que, tras una noche de caos absoluto, muerte y destrucción, obliga a los pocos supervivientes que quedan a aprender a buscarse la vida en un mundo en ruinas. - Actualmente en proceso y avanzando a buen ritmo. Espero terminar el primer borrador a principios del 2012 como muy tarde.

El Secreto de Santa Ágata - Novela de intriga con toques pulp y "lovecraftianos" ambientada en la España de la posguerra. Todo comienza con la repentina e inexplicable desaparición de las treinta y tres estudiantes de un pequeño y exclusivo colegio para señoritas. - Proyecto recién iniciado en el que tengo puestas muchas esperanzas. Mi intención sería terminar el primer borrador a lo largo del próximo año 2012. El título es provisional.

Las Furias - Novela perteneciente al género fantasía urbana, que puede ser considerada como una precuela de mi primera novela publicada, Hoy me ha pasado algo muy bestia. - Parada hasta que termine la trilogía iniciada con la novela citada en estas mismas líneas.

Novela - Fantasía - Novela de fantasía épica cuya trama gira en torno a una profecía y a una huérfana de ojos violeta.  - En pausa y sin título por ahora, esperando a tener bien hilvanada la trama para no escribir una típica dragonada mil veces contada.

Además de estas historias, actualmente estoy terminando el segundo libro de la trilogía iniciada con Hoy me ha pasado algo muy bestia, que es al que más tiempo y esfuerzo estoy dedicando, ya que quiero tenerlo terminado en septiembre-octubre del presente año 2011.

Con esta entrada espero haberos aclarado un poco como funciona el blog y como funciono yo y los proyectos en los que estoy trabajando. Gracias por vuestra atención.

divendres, 8 de juliol del 2011

Capítulo I


Un nuevo comienzo

Corría el año 1947 y hacía dos días escasos que el avión experimental Bell X-1, en el otro lado del océano atlántico, había sido el primero en rebasar la barrera del sonido oficialmente. Aquél viaje, que había llevado a la gloria y que llevaría a formar parte de los libros de historia a su piloto, un americano llamado Charles Elwood Yeager, era todo lo contrario al que yo había emprendido hacía unas horas y que me alejaba, como a un exiliado, de la ciudad que me había visto nacer. Aquél tipo se había convertido en un héroe casi al mismo tiempo en que yo había caído en desgracia.

Dos semanas atrás yo era aún un reputado investigador dentro del Cuerpo General de Policía con un expediente sin tacha, y nunca hubiera sospechado que, tan sólo unos días después, expedientado y humillado públicamente, me encontraría sentado en la parte trasera de un taxi rumbo al nuevo destino que me habían asignado lejos de Madrid, la ciudad a la que había servido con diligencia, incluso poniendo en peligro mi integridad en más de una ocasión, durante los últimos cinco años.

—¿Va usted cómodo? —preguntó el taxista con un acento peculiar, mientras me observaba sin disimulo a través del espejo retrovisor. Yo, sumido en mis pensamientos, perdido en el paisaje teñido de amarillos y ocres otoñales que desfilaba ante mis ojos, me limité a asentir como un autómata.

Era la primera vez que abandonaba la capital, la ciudad donde había nacido y que me había visto crecer hasta convertirme en el hombre que era entonces. Pero la razón de mi patente melancolía no era sólo que dejara atrás todo lo que conocía sino que, a medida que se acortaban las distancias con el lugar al que nos dirigíamos, iba asimilando que aquél no era un viaje de ida y vuelta. El pequeño pueblo al que había sido destinado y del que no había oído hablar en toda mi vida, situado en alguna parte de la provincia de Gerona, en Cataluña, iba a ser mi nuevo hogar por mucho tiempo.

—¿Qué le lleva a un pueblo perdido como Rostolls, caballero? —continuó hablando el chófer, como si no le importara ser ignorado, aunque también cabía la posibilidad de que le gustara escuchar su propia voz con tal de amenizar el trayecto —. ¿Negocios o placer?

Aquella pregunta la formuló levantando más la voz y medio volviéndose hacia mí en el asiento, de modo que logró devolverme a la realidad, haciendo que dejara para más adelante el ataque de autocompasión en el que me había sumergido.

—¿Perdón? —murmuré, tratando de recomponer la expresión apesadumbrada de mi rostro.

—Por la cara que trae, amigo, me temo que sólo pueden ser negocios —respondió, volviendo a su posición una vez hubo conseguido su objetivo, que no era otro que iniciar una conversación, y me miró de nuevo a través del espejo —. ¿Tan mal está la cosa?

—Discúlpeme, me temo que no estaba prestando atención —me excusé, aturdido —. Hoy tengo muchas cosas en la cabeza.

—No se disculpe, caballero. Ya estoy acostumbrado —dijo en tono conciliador, y luego soltó una carcajada y siguió hablando, enlazando palabras y frases una tras otra sin apenas tomar aire —. De hecho, ya sería rico si cada vez que he escuchado esa frase en boca de alguien de la capital, me hubieran dado un céntimo.

El hombre continuó hablando y yo volví a encerrarme en mis pensamientos; no quise ser descortés, pero no me pareció que aquél individuo necesitara realmente de mi participación para seguir dándole a la húmeda. Por no mencionar que, obviamente, yo tampoco tenía ningunas ganas de conversar.

* * *

Los chirridos de los frenos me despertaron súbitamente unas horas después, cuando el automóvil se detuvo en mitad de una pequeña plaza adoquinada, iluminada tenuemente por cuatro altas farolas de hierro forjado. Me había quedado dormido sin darme cuenta y ya había anochecido, pero el chófer seguía hablando animadamente mientras descendía del vehículo y se dirigía hacia el maletero. Yo, por mi parte, cuando me hube despejado un poco, recogí mi cartera y mi chistera del asiento de al lado y me apeé sin prisas, mientras mentalmente me despedía definitivamente de mi amada Madrid. ¡Cuánto iba a extrañar sus calles y sus gentes!

El sonido del oleaje, a lo lejos, y el olor a mar y a estiércol almacenado, me confirmaron que lo poco que había averiguado sobre mi nuevo destino era correcto. Por lo menos, a pesar de haber sido expedientado y apartado de mi trabajo, no había perdido mis dotes de detective. Del pueblo de Rostolls, la única información que tenía, además de que no aparecía en la mayoría de mapas, era que se trataba del típico pueblo de la costa catalana, cuyos habitantes, pocos más de doscientos, vivían casi exclusivamente de la pesca y la ganadería.

—Pues bueno, caballero, ya está usted en su destino. Sano y salvo —dijo el taxista, volviéndose hacia mí con una sonrisa de satisfacción mientras se apoyaba en el enorme baúl que había logrado al fin desenganchar y bajar del maletero. En él estaban todas mis posesiones: los recuerdos de toda una vida. Sin mi puesto en Madrid y habiendo muerto mi madre el año anterior, ya nada me ataba a la ciudad donde había nacido.

Asentí con la cabeza y luego me volví para observar el enorme edificio que teníamos más cerca. El hostal, de paredes gruesas y ligeramente inclinadas, formadas por grandes piedras de tamaños dispares, con mosquiteras cubriendo todas las ventanas visibles y cubierta por un tejado de pizarra, era la típica casa de pueblo, más antigua que Nerón, e iba a ser el lugar donde iba a vivir por un tiempo indeterminado, hasta que encontrara algo más pequeño que se adaptara a mis necesidades.

—¿Quiere que le acerque el equipaje hasta la puerta? —preguntó el hombre que me había llevado hasta aquél lugar, señalando el inmenso baúl que tenía a sus pies.

—No, gracias. Ya lo entrará el mozo de la hostería —contesté mientras buscaba el monedero en el interior de la cartera —. Ya ha hecho usted bastante. ¿Cuánto le debo, buen hombre?

—Veinte pesetas, caballero.

* * *

Esperé a que el viejo Hispano-Suiza arrancara y lo seguí con la mirada mientras se alejaba calle abajo, sin poder evitar que un leve sentimiento de tristeza y resignación me embargara al verlo desaparecer en la oscuridad de la noche.

Dejé aquellos sentimientos para otro momento y caminé hasta la puerta de la casa sin perder más tiempo. Eran más de las once y ni siquiera había cenado, el sonido de mis tripas lo atestiguaba, y el día siguiente prometía ser movido, razón de más para estar completamente recuperado del largo viaje que me había llevado hasta allí.

Al agarrar la aldaba para llamar vi algo que llamó mi atención: sobre la puerta, colgando de un clavo, había una ristra de ajos y, a los lados, dos cruces de metal oxidadas. Meneé la cabeza y tras encogerme de hombros golpeé metal contra metal, perturbando la paz de la noche. ¿Porqué la gente de campo era siempre tan supersticiosa?, me pregunté mientras esperaba. Al no obtener respuesta, pasados unos segundos, volví a llamar. El frescor de la brisa marina de principios del otoño se hacía notar a pesar de que estaba bien arrebujado en mi gabán. Empezaba a sentirme incómodo en aquél porche mal iluminado a merced del viento.

Cuando me disponía a llamar por tercera vez, una voz débil de mujer llegó desde el otro lado de la puerta:

—¿Quién va?

—Soy el señor Ángel Escudero, de Madrid. Lamento molestarla a estas horas tan intempestivas, pero el coche que me traía pinchó una rueda en mitad del trayecto y eso nos demoró bastante.

—¿Cómo dice? ¿Quién es usted? ¡Hable más fuerte que no le oigo!

Imaginé que se trataba de una mujer mayor y, por sus palabras, deduje que además tenía problemas de oído, así que tomé aire y volví a hablar, esta vez subiendo unas octavas el tono de voz:

—Mi nombre es Ángel Escudero, señora. Reservé una habitación por correo hace una semana.

—¡Ah sí, claro! —exclamó la mujer, e inmediatamente se escuchó el roce del metal y a continuación un par de chasquidos secos. Segundos después la puerta quedó entreabierta, invítandome a entrar —¡Pase, por favor! ¡Se va a quedar helado ahí afuera!

Al cruzar la entrada y dar unos pasos en el interior de aquella casa, una vaharada sofocante y el intenso olor a leña ardiendo me aturdieron levemente, pero me sobrepuse en cuanto la mujer cerró la puerta detrás mío. Entonces me acordé de mi baúl, que seguía a la intemperie.

—No cierre, por favor. He olvidado mi equipaje fuera —dije, volviéndome hacia la mujer. Al verla por primera vez, iluminada tenuemente por la candela que sostenía en una de sus huesudas manos, no pude evitar dar un respingo. En efecto, como había supuesto, se trataba de una anciana, pero no era la típica abuela de las bucólicas postales montañesas. Era una mujer alta, exageradamente alta: me sacaba por lo menos una cabeza, aunque debo reconocer que yo no he destacado nunca por mi altura. Pero su altura no fue lo que me había sobresaltado. Fueron la larga y nívea melena, que colgaba lacia a ambos lados del rostro, y aquella cicatriz que le bajaba desde la frente hasta el mentón, cruzando por el vacío incómodo que evidenciaba la falta de su ojo izquierdo, todo ello vislumbrado por primera vez bajo la única luz de una vela.

Ella procedió con educación y, fingiendo no haberse percatado de mi reacción, cosa que agradecí, realmente avergonzado, volvió a abrir la puerta. También agradecí la poca iluminación, ya que así no pudo ver que me había ruborizado.

Salí raudo a la calle y, con los brazos en jarras y observando el enorme baúl que descansaba sobre los adoquines que cubrían la plaza, pregunté:

—¿No tendría un mozo que pueda ayudarme a entrar el equipaje, por un casual?

—Sólo durante el día —contestó la mujer a mi lado y, al no haberla oído aproximarse consiguió que de nuevo me diera un vuelco el corazón. Aquella mujer, a pesar de la edad, debía moverse como un maldito gato.

—Está bien, lo entraré yo, señora... —dije, abandonando el porche para ir a buscar mis pertenencias.

—Con que me llame Catalina bastará —contestó la anciana a mi pregunta no formulada. Y luego añadió, cruzando de nuevo el umbral de la casa y sosteniendo la puerta para que yo pudiera entrar con la carga—. Y ahora dese prisa si no quiere mojarse.

Extrañado, inclinado como estaba sobre el baúl, alcé la vista para mirar hacia el cielo nocturno y, justo en ese instante, una enorme gota me cayó justo en el ojo izquierdo, a la que inmediatamente siguieron otras. Y, mezclándose con el trueno que sonó justo después, me pareció escuchar una risita apagada a mi espalda, procedente de mi nueva casera.

Rápidamente, agarré como pude el arcón por uno de sus extremos y, arrastrándolo por el empedrado, lo llevé hasta la casa.

* * *

Ya en mi habitación, lo primero que hice fue desnudarme y colgar las ropas empapadas en las perchas del armario, que dejé abierto para que se secaran bien. Luego me puse el pijama y me senté frente a la pequeña mesa junto a la ventana, donde me aguardaba la cena improvisada que me había preparado doña Catalina: un par de rebanadas de pan untadas con tomate, aceite y sal, al estilo catalán, según me dijo, y tres tacos de queso de cabra. Si ya estaba hambriento y molido al llegar al pueblo, el hecho de transportar el baúl por aquella estrecha escalera hasta el segundo piso de la casa, casi había acabado conmigo. Cené con avidez, me fumé un cigarrillo y luego me metí en la cama, completamente agotado. Tan cansado estaba y tan poco tardé en dormirme que la lamparilla de la mesita permaneció encendida hasta la mañana siguiente y, ni siquiera las extrañas pesadillas que me acompañaron durante la noche, lograron despertarme.

dijous, 7 de juliol del 2011

Parte 2 / Conciencia 7


—Nada, Vito. Lo mismo que en los demás: dispositivos totalmente inútiles y dos civiles muertos —voceó uno de los dos hombres junto al coche.

—Esto es una pérdida de tiempo, comps, deberíamos dirigirnos a las afueras ahora que ya tenemos las armas y munición de sobra —añadió el otro, alejándose del vehículo en dirección al resto del grupo.

Sólo cuando percibió que el otro le seguía, un Jesse tembloroso se atrevió a levantar un poco la cabeza para ver qué sucedía a su alrededor. Aún no se terminaba de creer que no le hubieran descubierto. Hacía escasos minutos, cuando se había metido apresuradamente en el asiento trasero del vehículo, enterrándose como pudo bajo el cadáver que encontró allí, no las tenía todas consigo; creía que registrarían los supuestos cadáveres. Pero su ardid había funcionado y ahora sólo tenía que esperar un poco más hasta que se largaran.

El encuentro con aquél grupo de rapiñadores le había afectado más de lo que en un principio creía posible. Aquél era un elemento más que le confirmaba lo jodidas que estaban las cosas. ¿Cómo podía ser que, una sociedad avanzada y al borde de la utopía como la suya, hubiera caído en tan sólo unas pocas horas? ¿Porqué el Gobierno, después del Primer Gran Apagón, no había diseñado un plan de emergencia que los salvara de aquél desastre? Tenía que haber alguien detrás de aquello, se dijo, era la única explicación. Tal vez la Nueva Liga Asiática (NLA), aunque lo veía improbable ya que el Primer Gran Apagón había afectado a todo el planeta, incluídos ellos, o el Ejército Yihad, a pesar de que aquello les venía, quizás, demasiado grande. ¿Quién entonces?

Un ruido a su espalda, junto al coche, le sobresaltó y le hizo perder el hilo de sus pensamientos al instante. Por el rabillo del ojo, al volver a ocultarse, vio la silueta de alguien que caminaba despacio, casi arrastrando los pies, en la misma dirección que él llevaba antes de verse obligado a ocultarse. ¿Era otro carroñero? Le había parecido que sólo dos se habían acercado hasta allí, pero no podía estar seguro y por si acaso permaneció oculto hasta que este último se alejó también. Aunque no perteneciera a los saqueadores, más le valía no correr riesgos con nadie.

Dejó pasar unos segundos y volvió a incorporarse para espiar a través del cristal delantero. El grupo de carroñeros no se veía ya por ninguna parte; debían haberse metido en uno de los edificios cercanos mientras había estado sumido en sus pensamientos y no se había dado cuenta, pero en su lugar vio a un NeoPOL alejándose por la avenida. Una NeoPol, rectificó para sí mismo inmediatamente. Tras observar detenidamente sus movimientos por unos segundos, se había percatado del leve contoneo que hacía al caminar y, las formas que se adivinaban bajo el uniforme militar, le confirmaron que se trataba de una mujer.

La NeoPOL caminaba directamente hacia el lugar donde hacía escasos minutos estaban aquellos tipos registrando cadáveres. Ya no estaban a la vista, pero no podían andar lejos, y el pensamiento de salir y llamarla cruzó por su mente una milésima de segundo, pero finalmente lo desestimó y siguió en su escondite. Tampoco se fiaba de las fuerzas del órden, si es que aún se las podía llamar así después de todo lo que había sucedido aquella noche.

Al verla llegar a la altura donde recordaba haber visto a aquellos tipos por última vez, Jesse cruzó los dedos inconscientemente y se alzó un poco más en dirección al cristal, expectante. Y entonces los vio salir de un edificio próximo. Lo abandonaron mientras hablaban entre risas, señalando el bulto que llevaba entre los brazos uno de ellos. Se detuvieron al llegar al centro de la calzada situándose justamente entre la NeoPOL y Jesse, que la perdió de vista momentáneamente. Y entonces, de repente, todos callaron. La NeoPOL se había vuelto hacia ellos al escucharlos y, en ese momento, les apuntaba con un arma de fuego parecida a la que Jesse tenía oculta bajo la chupa Salbiant. Los hombres, sin necesidad de que ella dijera nada, empezaron a moverse lentamente distanciándose unos de otros y, separando los brazos del cuerpo, dejaron caer sus armas al suelo.

Luego, los cuatro se llevaron las manos a la nuca y se arrodillaron mientras ella se les acercaba poco a poco, mirándoles uno a uno al rostro como si esperara reconocerlos.

—¡Suelta el arma, zorra! —gritó alguien desde la sombras, junto a los edificios —¡O te reviento!

En ese momento, Jesse se maldijo al recordar que eran cinco los saqueadores, no cuatro. Por un momento había creído que aquella mujer lo tenía todo bajo control, pero nada más lejos de la realidad. Aquello iba a acabar mal y la NeoPOL tenía todos los números de no ver un nuevo día.

Jesse intentó armarse de valor y salir en su ayuda, pero estaba paralizado.

—¿A cuántos de tus amigos crees que volaré la cabeza antes de que me tumbes? —le llegó la voz de la mujer, distorsionada por el casco reglamentario que llevaba, que no dejó de apuntar a los hombres que tenía arrodillados frente a ella. Jesse tuvo que reconocer entonces que esa NeoPOL tenía un buen par de cojones.

—¡Que la sueltes, joder! —volvió a gritar el hombre, que se había adelantado un poco abandonando las sombras que antes le protegían.

—¿Por cuál quieres que empiece, dices? —preguntó ella, con la frialdad de alguien acostumbrado a situaciones como aquella. El hombre avanzó unos metros en su dirección con el arma en alto y a Jesse le pareció, desde donde estaba, que no las tenía todas consigo —Si dejas el arma en el suelo podemos hacer ver que aquí no ha pasado nada y podréis marcharos todos. No tengo intención de deteneros. Sólo quiero seguir mi camino en paz —añadió, mirando al tipo pero sin dejar de apuntar a los otros.

El hombre se detuvo y miró a sus compañeros. Se le veía realmente acojonado, aún desde la distancia.

—Haz lo que te dice, joder —dijo al fin uno de los cuatro, el que había ordenado antes a Anwar y Craig que registraran el vehículo desde donde Jesse observaba la escena.

Y, tras un último instante de duda, el saqueador dejó caer el arma, y el sonido del golpe seco contra el suelo hizo dar un respingo a Jesse. Aquello parecía poner punto final a la función.

Segundos después, tras ella alejar las armas a patadas, observó a aquellos hombres levantarse y alejarse con aspecto derrotado, sin tan siquiera volver la vista atrás. Aquella mujer les había humillado, pensó Jesse, mirándola con admiración, pero en aquél nuevo mundo que empezaba a perfilarse, la humillación debía ser por fuerza un mal menor.

Cuando la NeoPOL se convirtió en una diminuta y lejana silueta, Jesse decidió que ya había esperado suficiente y abandonó su escondrijo. Esperaba poder recorrer las dos manzanas que le separaban del edificio donde vivía su madre sin sufrir más contratiempos pero, por si acaso, empezó a correr todo lo deprisa que podía.

dimarts, 5 de juliol del 2011

El Secreto de Santa Ágata - Prólogo


Recuerdo...

Recuerdo aquella tarde. Oscura. Helada. Una de aquellas en que sientes incluso como sufren los huesos en tu interior. Preñada de promesas olvidadas y de funestos presagios.

Y recuerdo la lluvia. Intensa. Cayendo a plomo sobre el asfalto y mezclándose con la sangre que cubría aquél patio de colegio. Recuerdo el agua teñida de rojo, fluyendo entre los adoquines, formando remolinos en las pequeñas cavidades. Aquella lluvia no era casual, aunque yo por aquél entonces no lo sabía. Tenía un propósito: impedir que descubriéramos qué les había sucedido a las niñas; eliminar cualquier prueba que pudiera llevarnos hasta ellas.

Así es como recuerdo aquella tarde sombría e invernal, en que me hice cargo del caso que habría de cambiar mi vida para siempre y que pondría a prueba mis principios y convicciones. Empapado de los pies a la cabeza y muerto de frío, frente a las puertas de un colegio exclusivo para señoritas, me enfrentaba al mayor misterio que jamás ha existido en la pequeña localidad de Rostolls y, me atrevo a decir, en toda la comarca de La Selva: las treinta y tres alumnas del Colegio Santa Ágata, todas ellas, habían desaparecido repentinamente, dejando tras de sí tan sólo un rastro de sangre fresca que se diluía rápidamente en el agua de lluvia sin que pudiéramos hacer nada para evitarlo.

Han pasado treinta años desde entonces y, aún hoy, me despierto muchas noches convencido de que sigo aferrado a la verja de aquella escuela, bajo la tormenta. No puedo seguir así por más tiempo. Guardar el secreto tanto tiempo me ha hecho enfermar y acabará conmigo pronto, lo presiento. Por eso he decidido empezar a redactar este manuscrito. Creo que ha llegado el momento de desvelar lo sucedido ese terrible mes de noviembre de 1947. De confesar mi mayor fracaso. Ha llegado la hora de que se conozca toda la verdad.

dijous, 30 de juny del 2011

Parte 2 / Conciencia 6


Llevaba más de una hora caminando sin rumbo y sin ver a otro ser vivo cuando cayó en la cuenta de que no llevaba nada con él. Había salido de su cubículo después de más de un año de aislamiento voluntario y ni siquiera había cogido sus tarjetas. Y empezaba a tener hambre. Y sed. Aunque claro, pensó, de poco le habrían servido en las actuales circunstancias. ¿De dónde se suponía que sacaría comida y bebida? Los dispensadores de alimentos de la ciudad no funcionarían sin electricidad, ni parecía factible que volvieran a hacerlo en breve. El pánico comenzó de nuevo a hacer mella en él: si a algo temía Aaron Larkin por encima de todas las cosas era a morir de inanición.

Se recompuso empleando toda su fuerza de voluntad, trató de no pensar en los ruiditos que su estómago hacía de tanto en tanto y siguió caminando. Siempre, si no quedaba otra alternativa, podría caminar hasta los Barrios Olvidados, se dijo, tratando de convencerse a sí mismo de que las cosas no estaban tan mal en realidad. Allí aún existían tiendas como las de principios de siglo, donde se almacenaban alimentos y artículos diversos para su venta directa. Oficialmente, según TransmaGoods, la multinacional que tenía la exclusividad sobre la transmaterialización, la tecnología que permitía a los ciudadanos recibir directamente en sus domicilios todo tipo de objetos y alimentos con sólo pulsar un par de teclas, no había cobertura suficiente ni segura en los sectores exteriores de Newark, aunque la realidad era bien distinta: la periferia había sido considerada zona de alto riesgo por la compañía.

Como en otros muchos puntos del planeta, cuando a principios de los años 30 TransmaGoods comenzó a implantar su nueva y revolucionaria tecnología, en la periferia de Newark la aparición de los dispensadores no fue tan bien recibida como se esperaba: el asesinato y el secuestro de algunos equipos técnicos, sumados a la desmantelación sistemática de las primeras unidades instaladas para la posterior venta de sus componentes en el mercado negro, pronto convenció a los directivos de que era mejor aparcar la idea inicial de implantar su tecnología en todo el mundo de forma indiscriminada. El resto es historia.

Cuando se quiso dar cuenta, Aaron ya estaba cruzando el puente Melville Frost, sobre el caudaloso río Passaic, y se sintió primero extrañado y luego aliviado al caminar al fin por un tramo libre de cadáveres; lo único que atestiguaba lo que había sucedido los últimos días eran los vehículos que habían quedado abandonados aquí y allá. No sin esfuerzo se encaramó al techo de uno de ellos e inspiró con fuerza. Observó un rato las aguas limpias, casi cristalinas, que descendían con fuerza bajo sus pies directamente hacia la bahía, y se preguntó absurdamente si la Tierra volvería a pertenecer otra vez a los peces cuando él muriera. Luego volvió la vista hacia los edificios que se alzaban en la orilla al otro extremo del puente. Tras ellos estaba el centro de la ciudad y quizás también otros supervivientes. Más le valía encontrar a alguien pronto o se volvería loco, pensó amargamente, y de un salto descendió del vehículo. Aquello había sido temerario y absolutamente innecesario, se recriminó, consciente de que podría haberse torcido un tobillo o algo peor, pero aquella estupidez le había hecho sentirse vivo de nuevo. Y, tratando de mantener aquél sentimiento, diciéndose a sí mismo que aún era pronto para rendirse, comenzó a caminar de nuevo hacia la ciudad con un ímpetu inusitado en él.

dilluns, 20 de juny del 2011

Parte 2 / Conciencia 5



La mujer sin recuerdos no necesitó mucho para llegar a la conclusión lógica de que pertenecía a uno de los cuerpos policiales de la ciudad y que, probablemente, los hombres que llevaban su mismo uniforme y que yacían como muñecos desmadejados a su alrededor habían sido en vida sus compañeros de unidad. No recordaba a ninguno de ellos ni sintió nada al contemplar sus rostros sin vida y, mientras los estudiaba, se dijo para sus adentros, irónicamente, que tal vez junto a sus recuerdos le había sido arrebatada la capacidad de sentir.

Después de sopesar la situación en la que se encontraba decidió largarse de allí, dirigirse a algún lugar donde hubiera supervivientes que pudieran ponerla al corriente de lo sucedido. La calle donde se encontraba, en ambas direcciones, parecía haber sido un objetivo militar. La planta baja, junto a los primeros pisos de los edificios, parecían haber sido bombardeados y sobre el asfalto todo eran cascotes, cadáveres y vehículos dañados hasta donde alcanzaba la vista. Desvió la mirada hacia los cielos y contempló, con el corazón en un puño, como de entre los gigantescos edificios se alzaban por toda la ciudad columnas de humo negro. La cosa pintaba francamente mal.

Llenó de munición una mochila que había encontrado y que había sobrevivido milagrosamente a la batalla sin un rasguño y se la cargó a la espalda. También se llenó todos los bolsillos de su uniforme. Sus ex-compañeros no la iban a necesitar, se dijo, dedicándoles una última mirada antes de ponerse en marcha hacia lo que creía que debía ser el centro de la ciudad.

dissabte, 18 de juny del 2011

3. Erik/Erika



Ella era él. Y fue la tercera y la última.

La brutal metamorfosis se apoderó de ellos como en una pesadilla lovecraftiana y los fundió juntos en el barro primordial. Después de aquello todo había de cambiar.

Cuando vió el nombre en la pantalla del móbil no podía creerlo.

Hola, Erik dijo una voz viril al otro lado de la línea, con un ligero deje de inseguridad. 

Hola, Paul saludó Erika, sorprendida —. ¿Qué quieres? Paul era su hermano. El mismo hermano que no le hablaba desde hacía cuatro años. No dijo nada, aunque el sonido de su respiración evidenciaba que seguía allí. Era indudable que no la llamaba por placer. Algo había sucedido ¿Estás bien? ¿Pasa algo? preguntó. Paul tenía seis años menos que ella, y la había considerado como a un ídolo hasta que se enteró de lo suyo. Cuando comprendió que ya no tenía un hermano mayor lo borró de su vida, y lo mismo hicieron sus padres. Desde entonces habían pasado cuatro largos años, en los que solo había tenido contacto telefónico con su madre tres veces.

Papá se muere dijo Paul, casi en un susurro . Él... quiere verte. Mamá también... No te ha llamado ella porque está demasiado afectada.

Aquello era demasiado. Erika guardó unos segundos de silencio, intentando poner órden en aquel torrente de ideas que se agolpaban en su cerebro.

¿En qué hospital está? preguntó finalmente.

Está en casa. Date prisa respondió Paul, y colgó.

Una brisa fresca se coló desde el balcón trayendo consigo recuerdos de otra vida, de otra persona que había sido tiempo atrás. Los desechó y se levantó de la cama, pálida como un rayo de luna y temblorosa como el titilar de las estrellas, que bailaban en la noche al otro lado de las delgadas cortinas.

Cruzó hasta el baño y se detuvo para abrir el grifo del agua caliente. Colocó el tapón y dejó que la bañera se llenara mientras rebuscaba en el armario. Sacando un traje pasado de moda de lo más recóndito de aquellas entrañas que olían a caoba, se juró a sí misma que sería la última vez que se vestiría como un hombre.

Trece horas después de abandonar la casa de sus padres, sin haber pegado ojo y con solo una parada en el camino para llenar el depósito del coche, Erika entró en el pequeño pueblo de North Canyon por la calle principal. Era medio día y un sol enorme ahuyentaba las sombras con sus rayos ardientes. A pesar de estar en pleno invierno, hacía un calor de mil demonios.

Hizo avanzar el automóbil lentamente por la calle de tierra levantando pequeñas nubes de polvo y finalmente lo detuvo junto a un bar. Necesitaba una cerveza. O dos.

Al entrar, un par de tipos volvieron la cabeza y la miraron descaradamente. Había quemado el traje en algún punto del desierto entre Havre y Great Falls, y ahora volvía a vestir la falda tejana con leotardos negros debajo, una camisa de manga corta de colores chillones, de estilo mexicano, y las botas camperas que le había regalado César hacía dos años por su aniversario. No pasaba desapercibida en un pueblo como aquél. De hecho, ahora que pensaba en ello, no sabía porqué se había desviado de la autopista y había conducido hasta allí.

Pidió una Bud a la camarera y se sentó en una mesa alejada de la barra y de los dos mirones, junto a una ventana que daba a la parte trasera, con vistas al interminable desierto. Ese mismo desierto que se había bebido las lágrimas que había contenido durante el entierro de su padre. Aquellos tres últimos días pasados en la casa que la había visto crecer trajeron de vuelta los recuerdos de dolor, de miedo, de impotencia y frustración, de vacío y rechazo. Fueron las 72 horas más largas de su vida, pero finalmente, con su padre bajo tierra y el viento del oeste acariciándole el rostro, se permitió ser optimista por primera vez en mucho tiempo.

A través de la ventana del bar podía ver una meseta elevada, quizás a una milla de distancia, que se levantaba solitaria en mitad de aquel desierto de arena blanca y arbustos negros. Levantó la botella de cerveza a modo de saludo y se la terminó de un largo trago. Pidió otra en cuanto pasó la camarera y decidió que en cuanto la terminara iría hasta la meseta. Parecía el lugar ideal donde una podía plantearse el futuro y olvidar el pasado.

Caminó durante aproximadamente media hora en línea recta, observando de vez en cuando como el sol descendía por el este y el cielo se iba tornando rojo. Las botas y la parte de los leotardos que no cubría la falda estaban ya cubiertos de la arenilla blanca que el viento levantaba del suelo hasta la altura de las rodillas, y un pañuelo sobre la cabeza, empapado en sudor, la protegía de los ardientes rayos de aquél inmisericorde astro que se alzaba impasible en el cielo despejado. Su propia sombra, cada vez más larga, la seguía manteniendo el ritmo de la marcha, y la meseta iba acercándose y creciendo poco a poco. Parecía el gigantesco cadáver de un dinosaurio pudriéndose al sol.

Un ruido a su espalda la hizo volver la cabeza: el chasquido de una rama seca al partirse. Por el rabillo del ojo avistó a dos hombres que caminaban casi hombro con hombro, en silencio. Se volvió hacia ellos y reconoció a los mirones del bar. Uno de ellos había pisado la raíz que les había delatado, que ahora sobresalía del suelo un par de metros por detrás. Ellos la miraron, y lo que vió en sus rostros no le gustó lo más mínimo. Los ojos de aquellos tipos, que ahora se encontraban tan solo a unos veinticinco metros de donde se encontraba, mostraban una mezcla de odio, curiosidad y lujuria, que les confería un aspecto aterrador. Le sonrieron y apretaron el paso. Ya no les era necesario avanzar sigilosamente ahora que habían sido descubiertos. Erika miró a su alrededor rápida y fugazmente. El único lugar relativamente cercano que podía ofrecerle alguna protección era la meseta. Quizás allí pudiera ocultarse hasta que aquellos indivíduos decidieran volver a sus casas con sus mujeres. Les dió la espalda y empezó a correr. Confiaba en que su juventud le daría ventaja en aquella carrera, pues al observarlos le había parecido que aquellos hombres estarían ya bien entrados en la cuarentena. Se subió la falda hasta la cintura y aceleró al ver que corrían más de lo que esperado. "¡Malditos paletos de pueblo!", pensó. El descomunal cadáver del dinosaurio y la sombra que éste proyectaba sobre las ondulantes arenas del desierto la aguardaban y guiaban en su loca carrera, como la luz del faro en un mar embravecido por la más cruel de las tormentas. Detrás, los tipos gritaban mientras corrían, pero sus voces llegaban a sus oídos de forma ininteligible, distorsionadas por las ráfagas de viento que se levantaban cada vez con más fuerza. Volvió levemente la cabeza y se percató con alívio de que les estaba sacando cada vez más distancia. Con suerte llegaría a la meseta y dispondría de uno o dos minutos para buscarse un escondrijo, o en su defecto una rama bien fuerte para defenderse en caso de que intentaran algo más que asustarla.

Estaba ya bajo la anhelada sombra de la meseta, buscando con la vista entre los pliegues de las rocas un sendero que le sirviera para trepar hasta la cima, cuando tropezó con una piedra y cayó al suelo, dando manotazos al aire. Dió una torpe voltereta e hizo el intento de volver a levantarse para seguir corriendo, pero la falda, que había bajado de nuevo hasta la rodilla, la entorpeció y acabó tumbada en el suelo, escupiendo arena y maldiciendo. Miró por encima del hombro y vió las siluetas de sus dos perseguidores bastante lejos. Aún tenía tiempo.

Se levantó y un pinchazo de dolor le recorrió el hombro derecho. Debía haberse golpeado al caer, pero no era el mejor momento para un exámen médico: dos tipos con cara de malas pulgas, cubiertos de sudor y gritando lo que parecían obscenidades, corrían hacia ella. Se desabrochó el cinturón mientras recorría la distancia que la separaba de la base de la meseta y al llegar se quitó la falda, dejándola caer sobre la arena. La falda solo habría dificultado la ascensión, ya de por sí nada fácil. Se decidió rápidamente por una grieta que parecía surcar en diagonal la roca rojiza, desde el suelo hasta la cima, y en la que se veían aristas y bordes que podrían servirle para agarrarse. Comenzó a subir sin convencimiento e intentando no mirar atrás, pero los cada vez más cercanos gritos de aquellos dos indivíduos la espolearon y forzó la marcha. Entonces fué cuando el hombro herido reclamó su atención. Un dolor brutal le recorrió el brazo y el cuello, y casi la hizo soltarse. Era como si le estuvieran perforando el hueso con un taladro. Gritó, se cagó en su torpeza, y siguió avanzando entre alaridos de esfuerzo y dolor. Ya no escuchaba otra cosa que sus propios gritos, su respiración, y el raspar de las botas contra la piedra rugosa. Se concentró en seguir subiendo sin mirar abajo e ignorando las olas de dolor que amenazaban con dejarla inconsciente cada vez que se impulsaba con el brazo herido. No sabía a qué distancia estaba del suelo, ni de cuanto la separaba aún de la cima. Tampoco era consciente del tiempo transcurrido pegada a esa pared arrastrándose dolorosamente, ni de si sus perseguidores la estaban siguiendo aún. Solo importaba una cosa: llegar arriba. El resto daba igual. Una vez arriba estaría salvada.

Paul no le había dirigido la palabra en los tres días que pasó en la casa donde habían crecido juntos, y su madre a duras penas. Solo la prima Greta y su marido Bob habían intercambiado con Erika algo más que palabras de pésame durante el entierro. El resto de la família había simplemente cumplido con las obligaciones del acto y luego la habían mirado intentando disimular su cara de asco, murmurando entre ellos y llegando algunos incluso a limpiarse con un pañuelo la mano que le habían tendido. Aquella mañana de febrero se convenció completamente de que aquella ya no era su família. Cuando terminara el funeral se iría para no volver.

Y así lo hizo. Se despidió solo de su madre, una mujer que había tenido la desgracia de querer demasiado a un mal hombre, y sin hechar una sola mirada atrás se subió al coche y lo arrancó para dirigirse al norte, al desierto.

Al fin llegó arriba. Estaba extenuada y ya no se notaba el hombro herido. Arrastró todo el cuerpo sobre la superfície de roca lisa y se quedó tumbada mirando al cielo. El sol ya se había puesto detrás de las lejanas montañas y una agradable brisa la acunó bajo la luz de las primeras estrellas. Cerró los ojos y aspiró profundamente. Aquél lugar olía condenadamente bien. A aire puro y libertad. Permaneció en aquella posición, disfrutando de la paz del lugar y del momento durante unos minutos reconfortantes, consciente solo de ella misma. A pesar -o como consecuencia - del dolor que empezaba a hacerse notar a través de sus músculos y huesos, de los cortes que se había hecho en brazos y piernas y de los dedos entumecidos, se sentía en ese momento más viva que nunca.

Un rato después abrió los ojos. Dos sombras se alzaban sobre ella recortándose en el cielo estrellado.

Te pillamos, engendro dijo una de ellas arrastrando la voz.

dijous, 16 de juny del 2011

Parte 2 / Conciencia 4



El perro parecía seguirlo a cierta distancia a través de la ciudad muerta y, aunque al principio trató de espantarlo sin éxito, luego pensó que quizás no fuera mala idea llevarlo con él. El animal podría serle de ayuda, sobre todo si se acercaban a otros. Había leído hacía años que los perros tenían un olfato y un oído más desarrollado que el de los seres humanos y que, antiguamente, la policía los había utilizado para encontrar personas perdidas o alijos de droga, cuando ésta era aún ilegal. Y antes de que a cada ciudadano, nada más nacer, se le colocara un chip de localización, claro.

Jesse Avalon siguió caminando por el centro de la calle desierta a excepción de él mismo, su nuevo compañero canino y los montones de cadáveres que empezaban a apestar como mil demonios bajo el sol abrasador del mediodía. Llevaban más de una hora avanzando en dirección al centro de la ciudad y aún no se habían cruzado con nadie vivo. Todo aquello era muy extraño. No podía ser que todos en la ciudad hubieran perecido. Tal vez, mientras él yacía inconsciente, se había evacuado la ciudad. Aunque, por la cantidad de cadáveres que se amontonaban en las calles o descansaban para siempre en el interior de los vehículos enmudecidos, no parecía probable. Más bien parecía que Newark hubiera sido víctima de un ataque militar la noche anterior. Tan sólo esperaba que, ocultos en los edificios, hubiera más supervivientes y que estos permanecieran allí sin dar señales de vida a causa del miedo.

Alejó esos pensamientos temporalmente y detuvo sus pasos al ver el cartel que señalaba el cruce de Central con la calle Meridian. El apartamento de su madre estaba tan sólo a dos manzanas de allí. Aún mantenía la esperanza de encontrarla con vida y se aferró a ella al reemprender con paso vivo la marcha.

Y entonces, unos pocos pasos después, los vio. Estaban unos doscientos metros más adelante y parecían rebuscar entre los cadáveres. Rápidamente, dejándose llevar por un instinto de conservación que desconocía que tenía, se ocultó detrás de un coche y aguantó la respiración mientras estrujaba con fuerza el fusil de asalto que tenía entre las manos. No parecía que le hubieran visto.

Pasados unos segundos, ya más calmado, asomó la cabeza por un costado del vehículo y comprobó que seguían ahí. Eran cinco, iban bien armados y al parecer estaban registrando los cuerpos de los difuntos en busca de algo; probablemente armas, munición, quizás dinero, pensó. Aquellos tipos le dieron muy mala espina. Se volvió, intentando encontrar una ruta segura para alejarse de allí sin ser visto y comprobó que su compañero de cuatro patas se había desvanecido; le había abandonado a su suerte sin tan siquiera advertirle del peligro. De menuda ayuda le había sido. Luego, una vez hubo asimilado que volvía a estar solo, comprobó que la esquina más cercana, tras la que podría ocultarse y alejarse de aquellos carroñeros, estaba a unos diez metros de distancia volviendo por donde había venido y se maldijo por haber tomado la absurda decisión de avanzar por el centro de la calle: estaba demasiado lejos y, sin duda, le verían si intentaba cruzar la calle hasta allí. Tratando de no ponerse más nervioso de lo que ya estaba, Jesse tomó la determinación de permanecer inmóvil y en silencio, como si formara parte del paisaje. Desde donde se encontraba podía controlar sus movimientos sin que le vieran y, probablemente, se dijo, no tardarían en largarse.

Desgraciadamente, pasado un tiempo indeterminado, comprobó que el sonido de sus voces se iba acercando a su posición y, tras echar un vistazo fugaz a través de una de las ventanillas del vehículo confirmó que aquellos tipos avanzaban directamente hacia él. Gotas de sudor, calientes, incómodas, le resbalaban por el rostro y el cerebro parecía arderle intentando dar con una salida a aquella situación. Pero no la encontró y permaneció allí, aferrando el arma, como un náufrago se aferraría a un tablón en mitad del océano embravecido, y deseando con todas sus fuerzas que algo les hiciera cambiar de dirección antes de llegar hasta él.

Poco después una voz, esta vez más cercana y perfectamente audible, dijo, aniquilando despiadadamente las pocas esperanzas que le quedaban a Jesse de pasar desapercibido:

—Anwar, Kraig, mirad en ese coche. Puede que haya algo que nos sirva.

dilluns, 21 de febrer del 2011

Parte 2 - Conciencia / 3


 

Tras recuperar la consciencia y abrir los ojos comprendió que se encontraba tirada en el suelo y, al mismo tiempo, que no recordaba cómo había llegado allí. Aún parpadeando se irguió sobre los codos para observar a su alrededor. Y fue en ese momento cuando se dio cuenta del dolor: incisivo, constante, el cual parecía palpitar sobre su ojo derecho y que le impedía reconocer la escena que la rodeaba. Manchas negras, como gusanos reptantes, parecían moverse sinuosamente en el interior de sus pupilas. Se restregó ambos ojos sin comprender qué le sucedía, pero aquello no mejoró demasiado su visión, aunque sí lo suficiente para poder comprender que estaba rodeada de cadáveres, tirados aquí y allá a lo largo y ancho de la calle.

Se levantó temblando, a causa del dolor lacerante que en esos momentos la recorría de arriba abajo, y observó los cuerpos cercanos: la mayoría parecían pertenecer a soldados o policías. Junto a estos, sobre el asfalto, yacían sus armas y miles de casquillos vacíos. Desvió la vista hacia el edificio que tenía a su izquierda y contempló su propio reflejo durante unos minutos. Su visión pareció ir aclarándose poco a poco, pero aquella mujer que le devolvía la mirada, vestida con un uniforme desgarrado, cubierta de sangre y de múltiples heridas, no le resultaba familiar. No recordaba quién era ni donde estaba. Tampoco qué había sucedido. No recordaba nada en absoluto.

dissabte, 19 de febrer del 2011

¿Porqué lo llaman «creador» cuando quieren decir «parásito»?

Hoy os traigo un interesantísimo artículo, escrito por el escritor Rodolfo Martínez, que habla sobre la Ley Sinde, las páginas de descargas, la propiedad intelectual, etc...













Hola, me llamo Rodolfo y soy escritor.

Publiqué mi primera novela en 1995 y, desde entonces, he publicado dieciséis libros (doce novelas y cuatro antologías de relatos). A lo largo de este 2011 aparecerán mis libros número diecisiete, dieciocho y diecinueve, si todo va bien.
Durante estos dieciséis años he ganado algún premio que otro y algo de dinero.
Para rematar la faena desde hace dos años me he metido a editor. De mi propia obra, en principio, y espero que, con el tiempo, de la de otros.
Así que debería ser un acérrimo defensor del canon y estar aplaudiendo con las orejas ante la reciente aprobación de la Ley Sinde por el Congreso de los Diputados.
Permitidme que os explique por qué no es así.

El proceso de cierre de páginas web estará tutelado por un juez en todo momento
Falso.
Lo único que podrá decidir el juez a lo largo del proceso es si el cierre de esa web vulnera o no un derecho fundamental recogido en la Constitución. Nada más. Ni siquiera podrá opinar sobre si lo que hace esa web que se pretende cerrar administrativamente es legal o no.
¿Garantías judiciales?
Ni una.

La propiedad intelectual es sagrada
Matizable, como poco.
¿O es que el creador crea desde cero? ¿Me vais a decir que el arte, la creación, son posibles sin apoyarse en una tradición previa que abarca varios miles de años? ¿Qué, sin las obras que crearon todos los que vinieron antes que nosotros serían posibles las nuestras? ¿Esa maravilloso novela que acabas de escribir habría sido posible sin un Homero,un Garcilaso, un Shakespeare, un Dumas, un Stevenson o un Joyce?
Es más, ¿sería posible esa novela sin un idioma —pongamos el castellano, por poner uno— que es patrimonio de todos los que lo han hablado hasta la fecha?
Así pues, la propiedad de su obra es suya…. ma non troppo.

El artista tiene derecho a vivir de su trabajo
Falso.
Tiene derecho a intentarlo, como cualquier otro profesional. Como un fontanero, un controlador aéreo, un abogado, un maestro de escuela o un informático. Todos ellos tienen derecho a intentar ganarse la vida con la profesión que han elegido.
Que lo consigan o no dependerá de sus aptitudes y de la demanda que haya para lo que ofrecen.
El artista no tiene derechos ni privilegios especiales

Las descargas gratuitas van a acabar con el arte
Falso.
Existe arte desde que existimos como especie. Y seguirá existiendo mientras existamos como especie.
El artista profesional (que eso, y no otra cosa, es lo que quieren decir cuando dicen simplemente artista) es una figura que tiene menos de doscientos años de existencia. Aparece cuando las circunstancias sociales y tecnológicas (concretamente, la Revolución Industrial) lo permiten y quizá cuando éstas cambien desaparezca. Igual que, con la llegaba del bronce, el tallador de puntas de flecha de pedernal se encontró de pronto con que su profesión no era demanda por nadie.
Esas cosas pasan.
Las descargas, gratuitas o no, no afectan al arte. Afectan, quizá a la industria que se ha creado alrededor de éste. Y es posible que acaben con esa industria, si sigue empeñada en no adaptarse al cambio.
Repito, esas cosas pasan.
Cuando creas una empresa y el modelo de negocio que utilizas se vuelve obsoleto, tienes dos opciones: desaparecer o cambiar el modelo de negocio y adaptarlo a los tiempos.
De paso, podríamos preguntarnos qué clase de tendencias suicidas tiene una empresa que se pasa buena parte del tiempo acusando a sus clientes de ladrones.

Cada vez que te bajas algo gratis impides que el autor gane dinero
Falso.
En la inmensa mayoría de los casos, si no lo tuvieras gratis para bajártelo, simplemente no te lo bajarías. Una descarga gratuita no es una venta menos. Nunca lo ha sido; o, cuando menos, es imposible demostrar que lo es.
El concepto de «lucro cesante», tal como se maneja en la actualidad es, por tanto, engañoso, manipulador y tendencioso.
En realidad, una descarga gratis hoy puede significar una venta mañana. De hecho, así ha sido unas cuantas veces.

Si puedes bajártelo gratis, no lo comprarás, no importa lo barato que sea
Falso.
Ni siquiera es necesario argumentarlo, por otro lado. Basta poner un par de ejemplos como:
Son negocios que ofrecen a un precio asequible cosas que podrías encontrar gratis en la red. Negocios que, por otro lado, funcionan. Y ni de lejos son los únicos.
Así que es de suponer que la gente sí paga cuando el precio es razonable, aunque lo encuentre gratis en otro sitio.

La piratería hace Las descargas gratuitas hacen que la gente no vaya al cine
Falso.
No hace mucho, el representante español de la cadena Yelmo afirmaba que el número de espectadores en las salas durante los últimos años está aumentando.
Y eso, a pesar de que el precio de las entradas es indecentemente elevado.
Quizá entonces es otra cosa, quizá es que

Las descargas gratuitas hacen que la gente no vaya al cine a ver cine español
Falso.
¿La gente no ha ido al cine va a ver Ágora, o El laberinto del Fauno, o Balada triste de trompeta, o la saga de Torrente?
¿O quizá es que la gente no va al cine a ver cierto cine español hecho de espaldas al espectador, al que no le importa una mierda la taquilla y que sobrevive únicamente gracias a las subvenciones?

Por último
Si hay una asociación que resulta directamente contra natura es la de trabajadores y empresarios. Por definición, ambos tienen objetivos totalmente distintos. ¿Por qué entonces en la Sociedad General de Autores y Editores están juntos como si compartieran los mismos intereses? ¿No es absurdo a poco que lo pensemos?
Mientras exista el canon, existirá el derecho a la copia privada. Así de sencillo.
Que se pague por comprar tu disco o tu libro o tu película tiene lógica. Que tengamos que pagarte por prestar ese libro a un amigo o hacerle a un colega una copia de ese disco… va a ser que no, chaval.
El canon no deja de ser una forma de impuesto. Un impuesto gestionado por una entidad privada y que va a parar a los bolsillos de personas privadas, no a las arcas del estado. ¿Qué absurdo legal es ése?
Calcular el valor de algo es muy sencillo: tu producto vale exactamente aquello que el público está dispuesto a pagar por verlo/leerlo/escucharlo. Ni un céntimo más. Si te empeñas en poner precios por encima de eso, no te sorprendas de que el público busque alternativas.
Un creador ofrece unos servicios y, si a sus clientes le interesan, recibe dinero a cambio. Así es como funciona el cotarro. Sus ingresos provienen de lo que sus clientes, sus consumidores, su público está dispuesto a pagar por lo que él ofrece.
El que pretende chupar de la teta del estado ya sea a base de cánones o subvenciones… Eso, señores, no es un creador, no es un artista.
No es otra cosa que un parásito.


© 2011, Rodolfo Martínez

Fuente: http://www.escritoenelagua.com/2011/02/16/%C2%BFpor-que-lo-llaman-%C2%ABcreador%C2%BB-cuando-quieren-decir-%C2%ABparasito%C2%BB/

dijous, 17 de febrer del 2011

Decálogo para escritores que no quieran ser estafados

Estimado escritor/a,

El mundo editorial actual está muy revuelto y la noble intención de publicar un libro se ha convertido para el escritor en un camino lleno de trampas y frustraciones; el proverbial oscurantismo del sector y su tendencia al elitismo son el caldo de cultivo ideal para que surjan infinidad de empresas que se hacen pasar por editoriales. Dichas supuestas editoriales, con el beneplácito del Ministerio de Cultura y de la Agencia Española del ISBN, están estafando diariamente a cientos y quizá miles de escritores noveles que desean ver su obra editada e impresa. Para tomar precauciones debéis seguir los pasos siguientes:


1- Registrad vuestra obra en el Registro de la Propiedad Intelectual de vuestra zona; si no sabéis dónde está, llamad a vuestro Ayuntamiento, que os informará convenientemente.

2- Debéis mandar una copia de vuestra obra a la editorial que elijáis. MUCHO CUIDADO con aquellos anuncios en los que se prometen premios, lectura o edición previo pago de un requisito legal; se trata de una estafa, ENTRELINEAS EDITORES os aconseja que llevéis el mismo original a varias editoriales serias (que éstas también existen) para que lo lean, critiquen, os den un informe de lectura y una valoración.

3- Huid de toda editorial que no esté registrada en la Agencia Española del ISBN (Teléfonos: 91 536 88 34 /35 / 36 / 37. e-mail: agencia.isbn@cll.mcu.es)

Huid de toda editorial que sea de autoedición (autor-editor), números del ISBN que empiecen por 607... ó 609.... Tened mucho cuidado, de no entregar nunca una fotocopia de vuestro DNI, pues pueden falsificar vuestra firma para hacer tu libro como de autor-editor. No firméis ningún papel que la editorial os envíe de la Agencia Española del ISBN, pues automáticamnte el libro será editado como de autor-editor, con lo que se rebaja la valoración y el prestigio de la obra y no podréis venderla en establecimientos como El Corte Inglés, FNAC, etc, y ningún distribuidor querrá distribuir vuestro libro por ser de autoedición.

4- Huid de toda editorial o empresa que no esté registrada ni con un CIF ni con su nombre editorial en el Registro de Patentes.

5- Tened mucho cuidado con los cantos de sirena, es decir, con los aduladores que inflaman vuestro ego y os prometen un futuro esplenderoso en el mundo literario; en muchas ocasiones son desaprensivos que se aprovechan de vuestra ilusión por ver la obra editada y sólo tienen el objetivo de lucrarse. El resultado suele ser una depresión, porque ni veréis el libro editado, ni promocionado ni vendido (y en algunos casos ni siquiera impreso).

6- Huid de toda editorial que no esté registrada como tal, con el epígrafe 41 ni sea conocida en la Agencia Española del ISBN, CEDRO, Ministerio de Cultura, Librerías, etc...

7- Huid de toda editorial que no haga contratos de edición, distribución, etc... Desconfiad de aquellos contratos que no indiquen las características técnicas de vuestro libro: tirada, cantidades, papel, tintas, encuadernación, diseño de cubierta, solapas, plastificados ni otros aspectos como: precio de venta al público, promoción, presentación en medios de comunicación, reseñas de prensa a revistas culturales y especializadas, presentaciones, invitaciones, marketing, carteles, asesoramiento post-producción, venta en todo tipo de librerías (Corte Inglés, Casa del Libro, FNAC...), presencia en portales como amazon.com, etc...

8- Huid de toda editorial o empresa que os exija pagos por adelantado para que podáis ver vuestra obra editada.

9- Huid de las prisas. Os aconsejamos un buen asesoramiento: confiad en aquellas editoriales que os ofrecen todos los servicios que una editorial debe tener: correctores ortográficos, correctores de estilo, maquetistas, diseñadores, ilustradores, departamentos de lectura, gabinetes de prensa y comunicación, marketing, imprentas, webs, distribución...

10-Que vuestro talento y vuestra imaginación vayan unidos a la prudencia y la precaución. Un buen libro puede quedar para siempre en el olvido si cae en las manos de aquéllos que, sin serlo, por editores se hacen pasar.


Carmelo Segura (editor)

Fuente: Eraseunavez.org

2. Alma



Ella fue la segunda.

Aquella misión en la jungla colombiana la destruyó y la hizo renacer. Nunca más volvería a ser la misma.

Diego Leon Montoya Sánchez. Diego Montoya. Diego Sánchez-Montoya. "Don Diego". "El Señor de la Guerra". "El Ciclista". Todos nombres y apodos del mismo hombre. El hombre por el que ahora avanzaban calados hasta los huesos por la húmeda ciénaga que cubría la ribera oeste del río Magdalena. El hombre por el que el Departamento de Estado de los Estados Unidos de América ofrecía cinco millones de dólares.
Hacía tres días que habían dejado atrás la ciudad de Barranquilla, así como varias aldeas donde no se habían detenido, y dos que el auto los dejó donde comenzaba un sendero apenas visible que se internaba en la espesura hacia el nordeste. El conductor se despidió de ellos dando la vuelta al coche y observaron en silencio como se alejaba por la carretera que llevaba a Sincelejo.
El sendero que se perfiló vagamente ante ellos se conocía desde principios del siglo veinte como la Ruta de los Tronqueros.
Llevaban varias horas de marcha siguiendo a Pedro, que avanzaba en cabeza, y detrás iban Roberto y Nícolas. Alma iba algo rezagada. Le costaba mantener el paso en aquel ambiente tan húmedo y caluroso. Le faltaba el aire.
Era su primera misión más allá de la frontera mexicana, pero sus compañeros ya tenían experiencia.
Pedro Millano era colombiano y se conocía esa parte de la jungla como la palma de su mano, o eso les había asegurado el agente Graves, que les había puesto en contacto con él. Era el mejor guía que podían encontrar en la província para esa misión. Además, ya había trabajado para la DEA en otras ocasiones.
Roberto Azpeitia y Nícolas Sánchez eran compañeros desde hacía cuatro años, y habían pasado prácticamente enteros los dos últimos en la frontera sur entre Bolivia y Brasil.
-Más vale que te acostumbres -le dijo Nícolas de repente, deteniéndose junto a un gran tronco caído y dirigiéndole una sonrisa sincera -. Si te han mandado aquí quiere decir que los de arriba tienen planes para ti en sudamérica, y más concretamente en junglas como la que estamos cruzando. Siempre que salgas de ésta, claro.
Alma se detuvo a su lado, agradecida por esa pequeña parada por corta que fuera. Miró a Nícolas, le devolvió una sonrisa algo desencajada, y cogiendo aire retomó la marcha.

Alma de la Rosa Vílchis, nacida en Mazatlán, México, era una agente de la DEA desde hacía dos años, pero hasta hacía cuatro meses su función en la Agencia Antidrogas había sido más bien administrativa. Hasta que algo sucedió en Colombia y desapareció sin dejar rastro todo un equipo de agentes encubiertos que trabajaban en la província de Magdalena.
Los últimos informes que llegaron a la central de Mérida, donde Alma estaba asignada, decían que habían logrado situar el escondrijo de "Don Diego" junto al río Magdalena, tres días al sur de Barranquilla, cerca de una aldea casi despoblada llamada Cugotal. Después de ese último comunicado no hubo notícia alguna del equipo. O "Don Diego" o la jungla se los había tragado.
Se esperó el tiempo estándar, dos semanas, antes de crear un nuevo equipo y dar por perdido definitivamente al anterior, junto con la mayor parte del trabajo que éste había desarrollado a lo largo de una operación en que se habían invertido siete meses y casi un millón de dólares americanos. Por fortuna tenían un destino, un punto marcado en un mapa, aunque nada aseguraba que su objetivo siguiera allí. Debían moverse deprisa.
El nuevo equipo debía estar formado por agentes que no hubieran operado antes en Colombia ni establecido ningún contacto con la gente de "El Señor de la Guerra", cosa que limitaba bastante la elección de sus integrantes. Diego Leon Montoya Sánchez, como presunto líder del cártel colombiano Valle del Norte, tenía esbirros por toda Colombia, parte de Venezuela, el norte de México y en gran parte del sur de los USA, a lo largo de la frontera. El cártel Valle del Norte era considerado como una de las organizaciones narcotraficantes más violentas y poderosas de Colombia y, aparte de los muchos grupos armados bajo su mando, también contaba con la ayuda de los grupos paramilitares de la derecha e incluso, en ocasiones, de los rebeldes izquierdistas.
Alma era una opción obvia como componente del equipo. Experta en lucha cuerpo a cuerpo y una de las mejores tiradoras de la central de Mérida. Y lo más importante: no tenía experiencia práctica en operaciones de campo, así que era imposible que la relacionaran con la agencia.
La composición del resto del equipo trajo más de un quebradero de cabeza a los de Operaciones, pero la fortuna acudió a ellos en forma de dos agentes recién vueltos de Bolivia, donde habían completado con éxito una misión que les había mantenido dos años alejados de todo. Eran la elección idónea, y se podría decir que el destino les había devuelto a la agencia en el momento oportuno. A Roberto y Nícolas, los agentes en cuestión, no les agradó la idea de tener que volver a la selva cuando acababan de salir de ella, pero les ofrecieron un trato que no pudieron rechazar.
Diego Leon Montoya Sánchez se había convertido en un grano en el culo para el Departamento de Estado de los Estados Unidos, y estaban dispuestos a pagarles, a cada uno, un millón de dólares americanos por su captura, además de asegurarles una prejubilación en algún lugar tranquilo de los USA con nuevas identidades cuando regresaran.
Desgraciadamente, jamás llegarían a disfrutar de la recompensa.

La primera noche en la jungla, Alma apenas pudo conciliar el sueño. Demasiados sonidos extraños rodeaban el claro donde se habían detenido para pasar la noche. Sus compañeros, en cambio, dormían como troncos. Les envidió al alba, cuando la despertaron para proseguir la marcha.
Roberto se le acercó mientras Nícolas y Pedro bebían café enlatado un poco más allá. No podían hacer fuego para evitar ser descubiertos, por lo que la DEA les había suministrado una gran cantidad de latas de acción reactiva las cuales, al ser abiertas y entrar en contacto un compuesto químico de su interior con el oxígeno, creaban una reacción que calentaba su contenido al instante. Casi toda la comida que llevaban estaba en latas, al igual que el café que le ofreció Roberto.
-Parece que no hayas dormido nada -dijo él, y se llevó su lata de café a los labios.
-No estoy acostumbrada a todos esos ruidos -respondió ella, seca -. Pero me acostumbraré.
Roberto sonrió, volvió la cabeza hacia los demás y los observó unos segundos como si calculara la distancia que les separaba de ellos y la volvió a mirar.
-¿Quieres que te cuente un secreto? -comenzó, bajando el tono de voz -. Yo nunca me he acostumbrado.
Ella le miró, alzando una ceja.
-Entonces, ¿cómo...?
-Tapones -dijo él, mirando a los demás miembros del grupo por el rabillo del ojo y con una sonrisa pícara cruzándole el rostro.
Alma frunció el ceño.
-Nícolas tiene muy buen oído -se adelantó él. Parecía que le leyera la mente -. Ningún sonido sospechoso le pasa desapercibido, aún dormido. Vigila por los dos -añadió, guiñándole un ojo.
-Por ahora, prefiero intentar acostumbrarme. Si no lo consigo ya me agenciaré unos tapones como los tuyos -dijo ella, disimulando una sonrisa.
Nícolas y Pedro, a unos diez metros de ellos, guardaron las latas vacías y empezaron a cargar con el equipo.
-Una cosa -susurró Roberto al tiempo que se cargaba su mochila a la espalda -guárdame el secreto, ¿okey?
-Okey, pinche guasón. Tu secreto está seguro conmigo -respondió Alma asegurando los bultos que componían su equipo.
Pedro y Nícolas la miraron sorprendidos al verla pasar a su lado, adelantándose a ellos.
-¡En marcha, hijos de una chingada, "Don Diego" no les esperará eternamente! -gritó. El café enlatado podía saber a rayos, pero le había dado fuerzas para seguir adelante un día más.

El olor a muerte les advirtió de que habían llegado a Cugotal. Pedro se cubrió la mitad inferior del rostro con un pañuelo y siguió avanzando sigilosamente. Nícolas y Roberto le imitaron y desenfundaron sus revólveres. Alma desenfundó también, consciente de que los lagrimones que inundaban sus ojos, causados por el ominoso olor acre que flotaba en la jungla, le impedirían usar el arma eficazmente. Pero sentir el pesado trozo de acero entre las manos le daba seguridad.
La aldea, si es que se podía denominar así a aquel grupo de casuchas hechas con ramas, hojas y barro, olía como el peor de los vertederos, y su aspecto era mucho peor. Alguien, posiblemente la guerrilla o un grupo de mercenarios contratados por algunos de los cárteles colombianos, había aniquilado a todos sus habitantes. Cuerpos de mujeres, niños, hombres y ancianos yacían descomponiéndose o siendo devorados por las alimañas allí donde habían caído.
Tras un rápido exámen de los cuerpos más cercanos, se percataron de que las heridas letales que presentaban no habían sido hechas con armas de ningún tipo. Parecían mordiscos, y en la mayoría de los cuerpos trozos de carne habían sido arrancados. Roberto observó más detenidamente una de las marcas durante un minuto y se volvió hacia ellos. Su rostro había perdido todo rastro de color y estaba extremadamente pálido.
-Son mordiscos... -confirmó con voz débil, mirando de nuevo las marcas que cubrían buena parte del cuerpo de un aldeano -, son mordicos humanos.
Alma no aguantó más y vomitó a un lado, sujetando el revólver contra las costillas.
Pedro se santiguó y retrocedió unos pasos, observando incrédulo el dantesco espectáculo que se presentaba ante ellos.
-No sabía que hubiera indígenas caníbales en éste país -dijo Nícolas, avanzando tranquilamente entre los cadáveres. Parecía que nada podía perturbar a aquél hombre.
-No los hay -dijo Pedro, sudando copiosamente -. Hay que irse, amigos. Hay que volver a la ciudad.
Roberto y Alma se incorporaron y apartaron la vista de los cuerpos, visiblemente afectados. Nícolas se detuvo junto a una casucha y observó a sus tres compañeros, que permanecían en la imperceptible linea que separaba la aldea de la jungla.
-¡Hay que irse! -gritó Pedro, y empezó a retroceder hacia la espesura.
-Aguarda -dijo Roberto, en un susurro. Se aclaró la garganta y añadió: -No podemos irnos ahora. Tene...
-¡¿Qué no?! ¡Yo me voy! -le interrumpió el guía y, dándose la vuelta, salió disparado hacia el oeste, huyendo de aquel lugar de muerte.
Alma y Roberto se miraron, perplejos.
Nícolas cruzó entre ellos a la carrera y desapareció detrás de Pedro, que se alejaba gritando algo que no comprendían.
-Sin él no saldremos de aquí -susurró Roberto, señalando lo obvio, y se lanzó detrás de los otros dos hombres. Alma los siguió, maldiciendo.