dimarts, 12 de juliol del 2011

Parte 2 / Conciencia 10


Lo primero que escuchó fueron los dos ladridos. Aquello la extrañó y la puso en alerta. Desde que había despertado y había iniciado su excursión por la ciudad no había visto ningún otro ser vivo que a aquellos cinco idiotas.

Permaneció sin moverse sobre el vehículo de lujo, con el arma dispuesta sobre el hombro y oteando en dirección a la ancha avenida que se perdía en la distancia, desde donde le habían llegado los sonidos emitidos por el perro. Desde allí, cubierta por la sombra del edificio, ella vería a cualquiera que caminara por la calle en su dirección mucho antes de ser descubierta.

Lo segundo que escuchó, minutos después, fueron unos pasos rápidos y, a continuación, dos siluetas aparecieron en la lejanía rodeando un viobús turístico abandonado. Una era la de un hombre y, la otra, la de la bestia que creía que había ladrado minutos antes, corriendo ambos a buen ritmo en su dirección, uno sobre dos patas y el otro sobre cuatro. El animal meneaba la cola y saltaba de vez en cuando. La mujer sin recuerdos alzó una ceja ante la escena, sorprendida; parecía que el escenario de muerte y destrucción que se extendía por todas partes no fuera con ellos.

Los observó acercarse mientras decidía si podían suponer un peligro y, poco después, cuando ya los separaban unos cien metros de donde estaba, vio que el hombre llevaba un fusil a la espalda. Por su aspecto no parecía un tipo peligroso, más bien todo lo contrario: pinta de adolescente, extremadamente delgado y paliducho. Parecía un enfermo terminal, aunque las zancadas que daba en su dirección indicaban todo lo contrario. ¿Qué hago?, se preguntó, aún indecisa. ¿Les dejo seguir su camino? No es que haya encontrado a mucha gente dispuesta a contarme qué cojones está pasando desde que he despertado y, continuar sola, aunque es una opción, sería disparatado en mi estado. ¡Si ni siquiera sé donde demonios estoy!

Ya estaban a cincuenta metros y no parecían haberla visto aún. La mujer sin recuerdos esperó un poco más, tranquila, respirando profundamente y observando al joven a través de la mirilla de su arma. Esperó a que llegaran a unos veinte metros y entonces se levantó sobre el capó del Simbird sin dejar de apuntarle y les dio el alto. Había tomado ya una decisión. Sólo esperaba no tener que arrepentirse más tarde.

diumenge, 10 de juliol del 2011

Parte 2 / Conciencia 9


Cuando llevaba unos trescientos metros recorridos, ya llegando a la altura de la primera calle que cruzaba la Avenida Central, Jesse escuchó un sonido a su derecha, como el de un cuerpo pesado golpeando contra el suelo, seguido luego por un extraño repiqueteo seco que se iba acercando en su dirección. Se volvió asustado y sin dejar de correr, esperando ver a los saqueadores tras él, pero lo que vio le dejó estupefacto: el perro había vuelto y corría hacia él con agilidad y meneando la cola, esquivando cadáveres y escombros. Si no fuera porque no podía ser, le pareció que el animal sonreía, como haría cualquiera al reencontrarse con un viejo amigo al que hacía tiempo que no veía. Aquello, considerando la situación en la que se encontraba, conmovió a Jesse de tal forma que instintivamente se detuvo y, agachándose, abrió los brazos esperando su llegada mientras sonreía como un tonto.

Cuando llegó junto a él, la bestia ladró un par de veces y se le tiró encima, cayendo los dos sobre el asfalto mientras le lamía la cara.

—Si vuelves a dejarme tirado —dijo Jesse sonriendo poco después, mientras el animal daba saltos a su alrededor con alegría —, te convertiré en hamburguesas. Y no es una coña, socio. Ahora larguémonos de aquí antes de que alguien que haya oído tus ladridos se me adelante.

dissabte, 9 de juliol del 2011

Parte 2 / Conciencia 8


Tras el encuentro con aquellos matones aficionados, la mujer sin recuerdos se sintió como si hubiera vuelto a nacer, pero con el cordón umbilical enrollado al cuello. Y desde entonces estaba de muy mala leche. Se había detenido de repente en mitad de un cruce entre tres grandes avenidas y observaba con el ceño fruncido a su alrededor. ¿Y ahora qué?, se preguntó. Ya había llegado al centro de la ciudad y todo seguía igual de jodido. ¿Qué sentido tenía vagar por una ciudad muerta sin tener un objetivo claro? Quizás hubiera sido mejor unirse a ellos. Al menos le hubieran aclarado donde estaba y qué demonios había pasado allí.

Incapaz de decidirse por qué dirección tomar, se sentó en el capó de un Simbird ZX Deluxe dorado que estaba aparcado a la sombra. ¿Qué puta ironía del destino era aquella? ¿De la marca y modelo de un vehículo sí se acordaba?, se preguntó, arañando la superficie de plástico mesmerizado que tenía bajo su trasero. Luego dejó que fueran pasando los minutos, como si el desastre que se extendía a su alrededor no fuera con ella. Si conseguía que se le pasara el cabreo tal vez se le ocurriera algo útil.

Aclaraciones sobre mis historias y sobre cómo leerlas

Saludos,

debido a que cada vez escribo más y a que voy comenzando nuevos proyectos y, sobre todo, a que cuelgo los capítulos sin seguir ningún orden establecido, os recomiendo que, si queréis leer cómodamente alguna de las historias de la web, accedáis haciendo click en el título que os interese del apartado Etiquetas de la barra lateral. Así podréis leer los distintos capítulos de una misma historia sin interrupciones y sin perderos. Más abajo os describo brevemente las distintas historias que hay colgadas hasta ahora.

Aprovecho para comentar que los capítulos que podéis leer en esta página forman parte de un primer borrador y que puede que encontréis errores de todo tipo: ortográficos, tipográficos, gramaticales y de estilo, que serán corregidos sobre los manuscritos originales cuando estos sean revisados. Además, es muy probable que algunos capítulos desaparezcan de la obra definitiva o que se añadan algunos nuevos, como ya sucedió con mi primer libro.

Añadir también que las historias aquí colgadas están registradas en Creative Commons a mi nombre, y alguna de las más avanzadas también en el Registro de la Propiedad Intelectual.

Por ahora hay cuatro historias en el blog:

Crónicas del Después - Novela de ciencia ficción apocalíptica, ambientada en la Tierra en el año 2067. El Segundo Gran Apagón deja sin energía a todo el planeta y causa una crisis global que, tras una noche de caos absoluto, muerte y destrucción, obliga a los pocos supervivientes que quedan a aprender a buscarse la vida en un mundo en ruinas. - Actualmente en proceso y avanzando a buen ritmo. Espero terminar el primer borrador a principios del 2012 como muy tarde.

El Secreto de Santa Ágata - Novela de intriga con toques pulp y "lovecraftianos" ambientada en la España de la posguerra. Todo comienza con la repentina e inexplicable desaparición de las treinta y tres estudiantes de un pequeño y exclusivo colegio para señoritas. - Proyecto recién iniciado en el que tengo puestas muchas esperanzas. Mi intención sería terminar el primer borrador a lo largo del próximo año 2012. El título es provisional.

Las Furias - Novela perteneciente al género fantasía urbana, que puede ser considerada como una precuela de mi primera novela publicada, Hoy me ha pasado algo muy bestia. - Parada hasta que termine la trilogía iniciada con la novela citada en estas mismas líneas.

Novela - Fantasía - Novela de fantasía épica cuya trama gira en torno a una profecía y a una huérfana de ojos violeta.  - En pausa y sin título por ahora, esperando a tener bien hilvanada la trama para no escribir una típica dragonada mil veces contada.

Además de estas historias, actualmente estoy terminando el segundo libro de la trilogía iniciada con Hoy me ha pasado algo muy bestia, que es al que más tiempo y esfuerzo estoy dedicando, ya que quiero tenerlo terminado en septiembre-octubre del presente año 2011.

Con esta entrada espero haberos aclarado un poco como funciona el blog y como funciono yo y los proyectos en los que estoy trabajando. Gracias por vuestra atención.

divendres, 8 de juliol del 2011

Capítulo I


Un nuevo comienzo

Corría el año 1947 y hacía dos días escasos que el avión experimental Bell X-1, en el otro lado del océano atlántico, había sido el primero en rebasar la barrera del sonido oficialmente. Aquél viaje, que había llevado a la gloria y que llevaría a formar parte de los libros de historia a su piloto, un americano llamado Charles Elwood Yeager, era todo lo contrario al que yo había emprendido hacía unas horas y que me alejaba, como a un exiliado, de la ciudad que me había visto nacer. Aquél tipo se había convertido en un héroe casi al mismo tiempo en que yo había caído en desgracia.

Dos semanas atrás yo era aún un reputado investigador dentro del Cuerpo General de Policía con un expediente sin tacha, y nunca hubiera sospechado que, tan sólo unos días después, expedientado y humillado públicamente, me encontraría sentado en la parte trasera de un taxi rumbo al nuevo destino que me habían asignado lejos de Madrid, la ciudad a la que había servido con diligencia, incluso poniendo en peligro mi integridad en más de una ocasión, durante los últimos cinco años.

—¿Va usted cómodo? —preguntó el taxista con un acento peculiar, mientras me observaba sin disimulo a través del espejo retrovisor. Yo, sumido en mis pensamientos, perdido en el paisaje teñido de amarillos y ocres otoñales que desfilaba ante mis ojos, me limité a asentir como un autómata.

Era la primera vez que abandonaba la capital, la ciudad donde había nacido y que me había visto crecer hasta convertirme en el hombre que era entonces. Pero la razón de mi patente melancolía no era sólo que dejara atrás todo lo que conocía sino que, a medida que se acortaban las distancias con el lugar al que nos dirigíamos, iba asimilando que aquél no era un viaje de ida y vuelta. El pequeño pueblo al que había sido destinado y del que no había oído hablar en toda mi vida, situado en alguna parte de la provincia de Gerona, en Cataluña, iba a ser mi nuevo hogar por mucho tiempo.

—¿Qué le lleva a un pueblo perdido como Rostolls, caballero? —continuó hablando el chófer, como si no le importara ser ignorado, aunque también cabía la posibilidad de que le gustara escuchar su propia voz con tal de amenizar el trayecto —. ¿Negocios o placer?

Aquella pregunta la formuló levantando más la voz y medio volviéndose hacia mí en el asiento, de modo que logró devolverme a la realidad, haciendo que dejara para más adelante el ataque de autocompasión en el que me había sumergido.

—¿Perdón? —murmuré, tratando de recomponer la expresión apesadumbrada de mi rostro.

—Por la cara que trae, amigo, me temo que sólo pueden ser negocios —respondió, volviendo a su posición una vez hubo conseguido su objetivo, que no era otro que iniciar una conversación, y me miró de nuevo a través del espejo —. ¿Tan mal está la cosa?

—Discúlpeme, me temo que no estaba prestando atención —me excusé, aturdido —. Hoy tengo muchas cosas en la cabeza.

—No se disculpe, caballero. Ya estoy acostumbrado —dijo en tono conciliador, y luego soltó una carcajada y siguió hablando, enlazando palabras y frases una tras otra sin apenas tomar aire —. De hecho, ya sería rico si cada vez que he escuchado esa frase en boca de alguien de la capital, me hubieran dado un céntimo.

El hombre continuó hablando y yo volví a encerrarme en mis pensamientos; no quise ser descortés, pero no me pareció que aquél individuo necesitara realmente de mi participación para seguir dándole a la húmeda. Por no mencionar que, obviamente, yo tampoco tenía ningunas ganas de conversar.

* * *

Los chirridos de los frenos me despertaron súbitamente unas horas después, cuando el automóvil se detuvo en mitad de una pequeña plaza adoquinada, iluminada tenuemente por cuatro altas farolas de hierro forjado. Me había quedado dormido sin darme cuenta y ya había anochecido, pero el chófer seguía hablando animadamente mientras descendía del vehículo y se dirigía hacia el maletero. Yo, por mi parte, cuando me hube despejado un poco, recogí mi cartera y mi chistera del asiento de al lado y me apeé sin prisas, mientras mentalmente me despedía definitivamente de mi amada Madrid. ¡Cuánto iba a extrañar sus calles y sus gentes!

El sonido del oleaje, a lo lejos, y el olor a mar y a estiércol almacenado, me confirmaron que lo poco que había averiguado sobre mi nuevo destino era correcto. Por lo menos, a pesar de haber sido expedientado y apartado de mi trabajo, no había perdido mis dotes de detective. Del pueblo de Rostolls, la única información que tenía, además de que no aparecía en la mayoría de mapas, era que se trataba del típico pueblo de la costa catalana, cuyos habitantes, pocos más de doscientos, vivían casi exclusivamente de la pesca y la ganadería.

—Pues bueno, caballero, ya está usted en su destino. Sano y salvo —dijo el taxista, volviéndose hacia mí con una sonrisa de satisfacción mientras se apoyaba en el enorme baúl que había logrado al fin desenganchar y bajar del maletero. En él estaban todas mis posesiones: los recuerdos de toda una vida. Sin mi puesto en Madrid y habiendo muerto mi madre el año anterior, ya nada me ataba a la ciudad donde había nacido.

Asentí con la cabeza y luego me volví para observar el enorme edificio que teníamos más cerca. El hostal, de paredes gruesas y ligeramente inclinadas, formadas por grandes piedras de tamaños dispares, con mosquiteras cubriendo todas las ventanas visibles y cubierta por un tejado de pizarra, era la típica casa de pueblo, más antigua que Nerón, e iba a ser el lugar donde iba a vivir por un tiempo indeterminado, hasta que encontrara algo más pequeño que se adaptara a mis necesidades.

—¿Quiere que le acerque el equipaje hasta la puerta? —preguntó el hombre que me había llevado hasta aquél lugar, señalando el inmenso baúl que tenía a sus pies.

—No, gracias. Ya lo entrará el mozo de la hostería —contesté mientras buscaba el monedero en el interior de la cartera —. Ya ha hecho usted bastante. ¿Cuánto le debo, buen hombre?

—Veinte pesetas, caballero.

* * *

Esperé a que el viejo Hispano-Suiza arrancara y lo seguí con la mirada mientras se alejaba calle abajo, sin poder evitar que un leve sentimiento de tristeza y resignación me embargara al verlo desaparecer en la oscuridad de la noche.

Dejé aquellos sentimientos para otro momento y caminé hasta la puerta de la casa sin perder más tiempo. Eran más de las once y ni siquiera había cenado, el sonido de mis tripas lo atestiguaba, y el día siguiente prometía ser movido, razón de más para estar completamente recuperado del largo viaje que me había llevado hasta allí.

Al agarrar la aldaba para llamar vi algo que llamó mi atención: sobre la puerta, colgando de un clavo, había una ristra de ajos y, a los lados, dos cruces de metal oxidadas. Meneé la cabeza y tras encogerme de hombros golpeé metal contra metal, perturbando la paz de la noche. ¿Porqué la gente de campo era siempre tan supersticiosa?, me pregunté mientras esperaba. Al no obtener respuesta, pasados unos segundos, volví a llamar. El frescor de la brisa marina de principios del otoño se hacía notar a pesar de que estaba bien arrebujado en mi gabán. Empezaba a sentirme incómodo en aquél porche mal iluminado a merced del viento.

Cuando me disponía a llamar por tercera vez, una voz débil de mujer llegó desde el otro lado de la puerta:

—¿Quién va?

—Soy el señor Ángel Escudero, de Madrid. Lamento molestarla a estas horas tan intempestivas, pero el coche que me traía pinchó una rueda en mitad del trayecto y eso nos demoró bastante.

—¿Cómo dice? ¿Quién es usted? ¡Hable más fuerte que no le oigo!

Imaginé que se trataba de una mujer mayor y, por sus palabras, deduje que además tenía problemas de oído, así que tomé aire y volví a hablar, esta vez subiendo unas octavas el tono de voz:

—Mi nombre es Ángel Escudero, señora. Reservé una habitación por correo hace una semana.

—¡Ah sí, claro! —exclamó la mujer, e inmediatamente se escuchó el roce del metal y a continuación un par de chasquidos secos. Segundos después la puerta quedó entreabierta, invítandome a entrar —¡Pase, por favor! ¡Se va a quedar helado ahí afuera!

Al cruzar la entrada y dar unos pasos en el interior de aquella casa, una vaharada sofocante y el intenso olor a leña ardiendo me aturdieron levemente, pero me sobrepuse en cuanto la mujer cerró la puerta detrás mío. Entonces me acordé de mi baúl, que seguía a la intemperie.

—No cierre, por favor. He olvidado mi equipaje fuera —dije, volviéndome hacia la mujer. Al verla por primera vez, iluminada tenuemente por la candela que sostenía en una de sus huesudas manos, no pude evitar dar un respingo. En efecto, como había supuesto, se trataba de una anciana, pero no era la típica abuela de las bucólicas postales montañesas. Era una mujer alta, exageradamente alta: me sacaba por lo menos una cabeza, aunque debo reconocer que yo no he destacado nunca por mi altura. Pero su altura no fue lo que me había sobresaltado. Fueron la larga y nívea melena, que colgaba lacia a ambos lados del rostro, y aquella cicatriz que le bajaba desde la frente hasta el mentón, cruzando por el vacío incómodo que evidenciaba la falta de su ojo izquierdo, todo ello vislumbrado por primera vez bajo la única luz de una vela.

Ella procedió con educación y, fingiendo no haberse percatado de mi reacción, cosa que agradecí, realmente avergonzado, volvió a abrir la puerta. También agradecí la poca iluminación, ya que así no pudo ver que me había ruborizado.

Salí raudo a la calle y, con los brazos en jarras y observando el enorme baúl que descansaba sobre los adoquines que cubrían la plaza, pregunté:

—¿No tendría un mozo que pueda ayudarme a entrar el equipaje, por un casual?

—Sólo durante el día —contestó la mujer a mi lado y, al no haberla oído aproximarse consiguió que de nuevo me diera un vuelco el corazón. Aquella mujer, a pesar de la edad, debía moverse como un maldito gato.

—Está bien, lo entraré yo, señora... —dije, abandonando el porche para ir a buscar mis pertenencias.

—Con que me llame Catalina bastará —contestó la anciana a mi pregunta no formulada. Y luego añadió, cruzando de nuevo el umbral de la casa y sosteniendo la puerta para que yo pudiera entrar con la carga—. Y ahora dese prisa si no quiere mojarse.

Extrañado, inclinado como estaba sobre el baúl, alcé la vista para mirar hacia el cielo nocturno y, justo en ese instante, una enorme gota me cayó justo en el ojo izquierdo, a la que inmediatamente siguieron otras. Y, mezclándose con el trueno que sonó justo después, me pareció escuchar una risita apagada a mi espalda, procedente de mi nueva casera.

Rápidamente, agarré como pude el arcón por uno de sus extremos y, arrastrándolo por el empedrado, lo llevé hasta la casa.

* * *

Ya en mi habitación, lo primero que hice fue desnudarme y colgar las ropas empapadas en las perchas del armario, que dejé abierto para que se secaran bien. Luego me puse el pijama y me senté frente a la pequeña mesa junto a la ventana, donde me aguardaba la cena improvisada que me había preparado doña Catalina: un par de rebanadas de pan untadas con tomate, aceite y sal, al estilo catalán, según me dijo, y tres tacos de queso de cabra. Si ya estaba hambriento y molido al llegar al pueblo, el hecho de transportar el baúl por aquella estrecha escalera hasta el segundo piso de la casa, casi había acabado conmigo. Cené con avidez, me fumé un cigarrillo y luego me metí en la cama, completamente agotado. Tan cansado estaba y tan poco tardé en dormirme que la lamparilla de la mesita permaneció encendida hasta la mañana siguiente y, ni siquiera las extrañas pesadillas que me acompañaron durante la noche, lograron despertarme.

dijous, 7 de juliol del 2011

Parte 2 / Conciencia 7


—Nada, Vito. Lo mismo que en los demás: dispositivos totalmente inútiles y dos civiles muertos —voceó uno de los dos hombres junto al coche.

—Esto es una pérdida de tiempo, comps, deberíamos dirigirnos a las afueras ahora que ya tenemos las armas y munición de sobra —añadió el otro, alejándose del vehículo en dirección al resto del grupo.

Sólo cuando percibió que el otro le seguía, un Jesse tembloroso se atrevió a levantar un poco la cabeza para ver qué sucedía a su alrededor. Aún no se terminaba de creer que no le hubieran descubierto. Hacía escasos minutos, cuando se había metido apresuradamente en el asiento trasero del vehículo, enterrándose como pudo bajo el cadáver que encontró allí, no las tenía todas consigo; creía que registrarían los supuestos cadáveres. Pero su ardid había funcionado y ahora sólo tenía que esperar un poco más hasta que se largaran.

El encuentro con aquél grupo de rapiñadores le había afectado más de lo que en un principio creía posible. Aquél era un elemento más que le confirmaba lo jodidas que estaban las cosas. ¿Cómo podía ser que, una sociedad avanzada y al borde de la utopía como la suya, hubiera caído en tan sólo unas pocas horas? ¿Porqué el Gobierno, después del Primer Gran Apagón, no había diseñado un plan de emergencia que los salvara de aquél desastre? Tenía que haber alguien detrás de aquello, se dijo, era la única explicación. Tal vez la Nueva Liga Asiática (NLA), aunque lo veía improbable ya que el Primer Gran Apagón había afectado a todo el planeta, incluídos ellos, o el Ejército Yihad, a pesar de que aquello les venía, quizás, demasiado grande. ¿Quién entonces?

Un ruido a su espalda, junto al coche, le sobresaltó y le hizo perder el hilo de sus pensamientos al instante. Por el rabillo del ojo, al volver a ocultarse, vio la silueta de alguien que caminaba despacio, casi arrastrando los pies, en la misma dirección que él llevaba antes de verse obligado a ocultarse. ¿Era otro carroñero? Le había parecido que sólo dos se habían acercado hasta allí, pero no podía estar seguro y por si acaso permaneció oculto hasta que este último se alejó también. Aunque no perteneciera a los saqueadores, más le valía no correr riesgos con nadie.

Dejó pasar unos segundos y volvió a incorporarse para espiar a través del cristal delantero. El grupo de carroñeros no se veía ya por ninguna parte; debían haberse metido en uno de los edificios cercanos mientras había estado sumido en sus pensamientos y no se había dado cuenta, pero en su lugar vio a un NeoPOL alejándose por la avenida. Una NeoPol, rectificó para sí mismo inmediatamente. Tras observar detenidamente sus movimientos por unos segundos, se había percatado del leve contoneo que hacía al caminar y, las formas que se adivinaban bajo el uniforme militar, le confirmaron que se trataba de una mujer.

La NeoPOL caminaba directamente hacia el lugar donde hacía escasos minutos estaban aquellos tipos registrando cadáveres. Ya no estaban a la vista, pero no podían andar lejos, y el pensamiento de salir y llamarla cruzó por su mente una milésima de segundo, pero finalmente lo desestimó y siguió en su escondite. Tampoco se fiaba de las fuerzas del órden, si es que aún se las podía llamar así después de todo lo que había sucedido aquella noche.

Al verla llegar a la altura donde recordaba haber visto a aquellos tipos por última vez, Jesse cruzó los dedos inconscientemente y se alzó un poco más en dirección al cristal, expectante. Y entonces los vio salir de un edificio próximo. Lo abandonaron mientras hablaban entre risas, señalando el bulto que llevaba entre los brazos uno de ellos. Se detuvieron al llegar al centro de la calzada situándose justamente entre la NeoPOL y Jesse, que la perdió de vista momentáneamente. Y entonces, de repente, todos callaron. La NeoPOL se había vuelto hacia ellos al escucharlos y, en ese momento, les apuntaba con un arma de fuego parecida a la que Jesse tenía oculta bajo la chupa Salbiant. Los hombres, sin necesidad de que ella dijera nada, empezaron a moverse lentamente distanciándose unos de otros y, separando los brazos del cuerpo, dejaron caer sus armas al suelo.

Luego, los cuatro se llevaron las manos a la nuca y se arrodillaron mientras ella se les acercaba poco a poco, mirándoles uno a uno al rostro como si esperara reconocerlos.

—¡Suelta el arma, zorra! —gritó alguien desde la sombras, junto a los edificios —¡O te reviento!

En ese momento, Jesse se maldijo al recordar que eran cinco los saqueadores, no cuatro. Por un momento había creído que aquella mujer lo tenía todo bajo control, pero nada más lejos de la realidad. Aquello iba a acabar mal y la NeoPOL tenía todos los números de no ver un nuevo día.

Jesse intentó armarse de valor y salir en su ayuda, pero estaba paralizado.

—¿A cuántos de tus amigos crees que volaré la cabeza antes de que me tumbes? —le llegó la voz de la mujer, distorsionada por el casco reglamentario que llevaba, que no dejó de apuntar a los hombres que tenía arrodillados frente a ella. Jesse tuvo que reconocer entonces que esa NeoPOL tenía un buen par de cojones.

—¡Que la sueltes, joder! —volvió a gritar el hombre, que se había adelantado un poco abandonando las sombras que antes le protegían.

—¿Por cuál quieres que empiece, dices? —preguntó ella, con la frialdad de alguien acostumbrado a situaciones como aquella. El hombre avanzó unos metros en su dirección con el arma en alto y a Jesse le pareció, desde donde estaba, que no las tenía todas consigo —Si dejas el arma en el suelo podemos hacer ver que aquí no ha pasado nada y podréis marcharos todos. No tengo intención de deteneros. Sólo quiero seguir mi camino en paz —añadió, mirando al tipo pero sin dejar de apuntar a los otros.

El hombre se detuvo y miró a sus compañeros. Se le veía realmente acojonado, aún desde la distancia.

—Haz lo que te dice, joder —dijo al fin uno de los cuatro, el que había ordenado antes a Anwar y Craig que registraran el vehículo desde donde Jesse observaba la escena.

Y, tras un último instante de duda, el saqueador dejó caer el arma, y el sonido del golpe seco contra el suelo hizo dar un respingo a Jesse. Aquello parecía poner punto final a la función.

Segundos después, tras ella alejar las armas a patadas, observó a aquellos hombres levantarse y alejarse con aspecto derrotado, sin tan siquiera volver la vista atrás. Aquella mujer les había humillado, pensó Jesse, mirándola con admiración, pero en aquél nuevo mundo que empezaba a perfilarse, la humillación debía ser por fuerza un mal menor.

Cuando la NeoPOL se convirtió en una diminuta y lejana silueta, Jesse decidió que ya había esperado suficiente y abandonó su escondrijo. Esperaba poder recorrer las dos manzanas que le separaban del edificio donde vivía su madre sin sufrir más contratiempos pero, por si acaso, empezó a correr todo lo deprisa que podía.

dimarts, 5 de juliol del 2011

El Secreto de Santa Ágata - Prólogo


Recuerdo...

Recuerdo aquella tarde. Oscura. Helada. Una de aquellas en que sientes incluso como sufren los huesos en tu interior. Preñada de promesas olvidadas y de funestos presagios.

Y recuerdo la lluvia. Intensa. Cayendo a plomo sobre el asfalto y mezclándose con la sangre que cubría aquél patio de colegio. Recuerdo el agua teñida de rojo, fluyendo entre los adoquines, formando remolinos en las pequeñas cavidades. Aquella lluvia no era casual, aunque yo por aquél entonces no lo sabía. Tenía un propósito: impedir que descubriéramos qué les había sucedido a las niñas; eliminar cualquier prueba que pudiera llevarnos hasta ellas.

Así es como recuerdo aquella tarde sombría e invernal, en que me hice cargo del caso que habría de cambiar mi vida para siempre y que pondría a prueba mis principios y convicciones. Empapado de los pies a la cabeza y muerto de frío, frente a las puertas de un colegio exclusivo para señoritas, me enfrentaba al mayor misterio que jamás ha existido en la pequeña localidad de Rostolls y, me atrevo a decir, en toda la comarca de La Selva: las treinta y tres alumnas del Colegio Santa Ágata, todas ellas, habían desaparecido repentinamente, dejando tras de sí tan sólo un rastro de sangre fresca que se diluía rápidamente en el agua de lluvia sin que pudiéramos hacer nada para evitarlo.

Han pasado treinta años desde entonces y, aún hoy, me despierto muchas noches convencido de que sigo aferrado a la verja de aquella escuela, bajo la tormenta. No puedo seguir así por más tiempo. Guardar el secreto tanto tiempo me ha hecho enfermar y acabará conmigo pronto, lo presiento. Por eso he decidido empezar a redactar este manuscrito. Creo que ha llegado el momento de desvelar lo sucedido ese terrible mes de noviembre de 1947. De confesar mi mayor fracaso. Ha llegado la hora de que se conozca toda la verdad.