divendres, 8 de juliol del 2011

Capítulo I


Un nuevo comienzo

Corría el año 1947 y hacía dos días escasos que el avión experimental Bell X-1, en el otro lado del océano atlántico, había sido el primero en rebasar la barrera del sonido oficialmente. Aquél viaje, que había llevado a la gloria y que llevaría a formar parte de los libros de historia a su piloto, un americano llamado Charles Elwood Yeager, era todo lo contrario al que yo había emprendido hacía unas horas y que me alejaba, como a un exiliado, de la ciudad que me había visto nacer. Aquél tipo se había convertido en un héroe casi al mismo tiempo en que yo había caído en desgracia.

Dos semanas atrás yo era aún un reputado investigador dentro del Cuerpo General de Policía con un expediente sin tacha, y nunca hubiera sospechado que, tan sólo unos días después, expedientado y humillado públicamente, me encontraría sentado en la parte trasera de un taxi rumbo al nuevo destino que me habían asignado lejos de Madrid, la ciudad a la que había servido con diligencia, incluso poniendo en peligro mi integridad en más de una ocasión, durante los últimos cinco años.

—¿Va usted cómodo? —preguntó el taxista con un acento peculiar, mientras me observaba sin disimulo a través del espejo retrovisor. Yo, sumido en mis pensamientos, perdido en el paisaje teñido de amarillos y ocres otoñales que desfilaba ante mis ojos, me limité a asentir como un autómata.

Era la primera vez que abandonaba la capital, la ciudad donde había nacido y que me había visto crecer hasta convertirme en el hombre que era entonces. Pero la razón de mi patente melancolía no era sólo que dejara atrás todo lo que conocía sino que, a medida que se acortaban las distancias con el lugar al que nos dirigíamos, iba asimilando que aquél no era un viaje de ida y vuelta. El pequeño pueblo al que había sido destinado y del que no había oído hablar en toda mi vida, situado en alguna parte de la provincia de Gerona, en Cataluña, iba a ser mi nuevo hogar por mucho tiempo.

—¿Qué le lleva a un pueblo perdido como Rostolls, caballero? —continuó hablando el chófer, como si no le importara ser ignorado, aunque también cabía la posibilidad de que le gustara escuchar su propia voz con tal de amenizar el trayecto —. ¿Negocios o placer?

Aquella pregunta la formuló levantando más la voz y medio volviéndose hacia mí en el asiento, de modo que logró devolverme a la realidad, haciendo que dejara para más adelante el ataque de autocompasión en el que me había sumergido.

—¿Perdón? —murmuré, tratando de recomponer la expresión apesadumbrada de mi rostro.

—Por la cara que trae, amigo, me temo que sólo pueden ser negocios —respondió, volviendo a su posición una vez hubo conseguido su objetivo, que no era otro que iniciar una conversación, y me miró de nuevo a través del espejo —. ¿Tan mal está la cosa?

—Discúlpeme, me temo que no estaba prestando atención —me excusé, aturdido —. Hoy tengo muchas cosas en la cabeza.

—No se disculpe, caballero. Ya estoy acostumbrado —dijo en tono conciliador, y luego soltó una carcajada y siguió hablando, enlazando palabras y frases una tras otra sin apenas tomar aire —. De hecho, ya sería rico si cada vez que he escuchado esa frase en boca de alguien de la capital, me hubieran dado un céntimo.

El hombre continuó hablando y yo volví a encerrarme en mis pensamientos; no quise ser descortés, pero no me pareció que aquél individuo necesitara realmente de mi participación para seguir dándole a la húmeda. Por no mencionar que, obviamente, yo tampoco tenía ningunas ganas de conversar.

* * *

Los chirridos de los frenos me despertaron súbitamente unas horas después, cuando el automóvil se detuvo en mitad de una pequeña plaza adoquinada, iluminada tenuemente por cuatro altas farolas de hierro forjado. Me había quedado dormido sin darme cuenta y ya había anochecido, pero el chófer seguía hablando animadamente mientras descendía del vehículo y se dirigía hacia el maletero. Yo, por mi parte, cuando me hube despejado un poco, recogí mi cartera y mi chistera del asiento de al lado y me apeé sin prisas, mientras mentalmente me despedía definitivamente de mi amada Madrid. ¡Cuánto iba a extrañar sus calles y sus gentes!

El sonido del oleaje, a lo lejos, y el olor a mar y a estiércol almacenado, me confirmaron que lo poco que había averiguado sobre mi nuevo destino era correcto. Por lo menos, a pesar de haber sido expedientado y apartado de mi trabajo, no había perdido mis dotes de detective. Del pueblo de Rostolls, la única información que tenía, además de que no aparecía en la mayoría de mapas, era que se trataba del típico pueblo de la costa catalana, cuyos habitantes, pocos más de doscientos, vivían casi exclusivamente de la pesca y la ganadería.

—Pues bueno, caballero, ya está usted en su destino. Sano y salvo —dijo el taxista, volviéndose hacia mí con una sonrisa de satisfacción mientras se apoyaba en el enorme baúl que había logrado al fin desenganchar y bajar del maletero. En él estaban todas mis posesiones: los recuerdos de toda una vida. Sin mi puesto en Madrid y habiendo muerto mi madre el año anterior, ya nada me ataba a la ciudad donde había nacido.

Asentí con la cabeza y luego me volví para observar el enorme edificio que teníamos más cerca. El hostal, de paredes gruesas y ligeramente inclinadas, formadas por grandes piedras de tamaños dispares, con mosquiteras cubriendo todas las ventanas visibles y cubierta por un tejado de pizarra, era la típica casa de pueblo, más antigua que Nerón, e iba a ser el lugar donde iba a vivir por un tiempo indeterminado, hasta que encontrara algo más pequeño que se adaptara a mis necesidades.

—¿Quiere que le acerque el equipaje hasta la puerta? —preguntó el hombre que me había llevado hasta aquél lugar, señalando el inmenso baúl que tenía a sus pies.

—No, gracias. Ya lo entrará el mozo de la hostería —contesté mientras buscaba el monedero en el interior de la cartera —. Ya ha hecho usted bastante. ¿Cuánto le debo, buen hombre?

—Veinte pesetas, caballero.

* * *

Esperé a que el viejo Hispano-Suiza arrancara y lo seguí con la mirada mientras se alejaba calle abajo, sin poder evitar que un leve sentimiento de tristeza y resignación me embargara al verlo desaparecer en la oscuridad de la noche.

Dejé aquellos sentimientos para otro momento y caminé hasta la puerta de la casa sin perder más tiempo. Eran más de las once y ni siquiera había cenado, el sonido de mis tripas lo atestiguaba, y el día siguiente prometía ser movido, razón de más para estar completamente recuperado del largo viaje que me había llevado hasta allí.

Al agarrar la aldaba para llamar vi algo que llamó mi atención: sobre la puerta, colgando de un clavo, había una ristra de ajos y, a los lados, dos cruces de metal oxidadas. Meneé la cabeza y tras encogerme de hombros golpeé metal contra metal, perturbando la paz de la noche. ¿Porqué la gente de campo era siempre tan supersticiosa?, me pregunté mientras esperaba. Al no obtener respuesta, pasados unos segundos, volví a llamar. El frescor de la brisa marina de principios del otoño se hacía notar a pesar de que estaba bien arrebujado en mi gabán. Empezaba a sentirme incómodo en aquél porche mal iluminado a merced del viento.

Cuando me disponía a llamar por tercera vez, una voz débil de mujer llegó desde el otro lado de la puerta:

—¿Quién va?

—Soy el señor Ángel Escudero, de Madrid. Lamento molestarla a estas horas tan intempestivas, pero el coche que me traía pinchó una rueda en mitad del trayecto y eso nos demoró bastante.

—¿Cómo dice? ¿Quién es usted? ¡Hable más fuerte que no le oigo!

Imaginé que se trataba de una mujer mayor y, por sus palabras, deduje que además tenía problemas de oído, así que tomé aire y volví a hablar, esta vez subiendo unas octavas el tono de voz:

—Mi nombre es Ángel Escudero, señora. Reservé una habitación por correo hace una semana.

—¡Ah sí, claro! —exclamó la mujer, e inmediatamente se escuchó el roce del metal y a continuación un par de chasquidos secos. Segundos después la puerta quedó entreabierta, invítandome a entrar —¡Pase, por favor! ¡Se va a quedar helado ahí afuera!

Al cruzar la entrada y dar unos pasos en el interior de aquella casa, una vaharada sofocante y el intenso olor a leña ardiendo me aturdieron levemente, pero me sobrepuse en cuanto la mujer cerró la puerta detrás mío. Entonces me acordé de mi baúl, que seguía a la intemperie.

—No cierre, por favor. He olvidado mi equipaje fuera —dije, volviéndome hacia la mujer. Al verla por primera vez, iluminada tenuemente por la candela que sostenía en una de sus huesudas manos, no pude evitar dar un respingo. En efecto, como había supuesto, se trataba de una anciana, pero no era la típica abuela de las bucólicas postales montañesas. Era una mujer alta, exageradamente alta: me sacaba por lo menos una cabeza, aunque debo reconocer que yo no he destacado nunca por mi altura. Pero su altura no fue lo que me había sobresaltado. Fueron la larga y nívea melena, que colgaba lacia a ambos lados del rostro, y aquella cicatriz que le bajaba desde la frente hasta el mentón, cruzando por el vacío incómodo que evidenciaba la falta de su ojo izquierdo, todo ello vislumbrado por primera vez bajo la única luz de una vela.

Ella procedió con educación y, fingiendo no haberse percatado de mi reacción, cosa que agradecí, realmente avergonzado, volvió a abrir la puerta. También agradecí la poca iluminación, ya que así no pudo ver que me había ruborizado.

Salí raudo a la calle y, con los brazos en jarras y observando el enorme baúl que descansaba sobre los adoquines que cubrían la plaza, pregunté:

—¿No tendría un mozo que pueda ayudarme a entrar el equipaje, por un casual?

—Sólo durante el día —contestó la mujer a mi lado y, al no haberla oído aproximarse consiguió que de nuevo me diera un vuelco el corazón. Aquella mujer, a pesar de la edad, debía moverse como un maldito gato.

—Está bien, lo entraré yo, señora... —dije, abandonando el porche para ir a buscar mis pertenencias.

—Con que me llame Catalina bastará —contestó la anciana a mi pregunta no formulada. Y luego añadió, cruzando de nuevo el umbral de la casa y sosteniendo la puerta para que yo pudiera entrar con la carga—. Y ahora dese prisa si no quiere mojarse.

Extrañado, inclinado como estaba sobre el baúl, alcé la vista para mirar hacia el cielo nocturno y, justo en ese instante, una enorme gota me cayó justo en el ojo izquierdo, a la que inmediatamente siguieron otras. Y, mezclándose con el trueno que sonó justo después, me pareció escuchar una risita apagada a mi espalda, procedente de mi nueva casera.

Rápidamente, agarré como pude el arcón por uno de sus extremos y, arrastrándolo por el empedrado, lo llevé hasta la casa.

* * *

Ya en mi habitación, lo primero que hice fue desnudarme y colgar las ropas empapadas en las perchas del armario, que dejé abierto para que se secaran bien. Luego me puse el pijama y me senté frente a la pequeña mesa junto a la ventana, donde me aguardaba la cena improvisada que me había preparado doña Catalina: un par de rebanadas de pan untadas con tomate, aceite y sal, al estilo catalán, según me dijo, y tres tacos de queso de cabra. Si ya estaba hambriento y molido al llegar al pueblo, el hecho de transportar el baúl por aquella estrecha escalera hasta el segundo piso de la casa, casi había acabado conmigo. Cené con avidez, me fumé un cigarrillo y luego me metí en la cama, completamente agotado. Tan cansado estaba y tan poco tardé en dormirme que la lamparilla de la mesita permaneció encendida hasta la mañana siguiente y, ni siquiera las extrañas pesadillas que me acompañaron durante la noche, lograron despertarme.

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