divendres, 28 de gener del 2011

1. Carmen



Ella fue la primera.

El infierno se le vino encima aquella noche de febrero, y nada la había preparado para ello.

Llovía a cántaros y se había dejado el paraguas en el autobús. Los escasos cien metros que la separaban de la parada hasta el portal de su bloque bastaron para dejarla empapada. Odiaba la lluvia con toda su alma y ahora se sentía incómoda. El frío comenzó a pegársele a los huesos mientras buscaba las llaves en su bolso. También odiaba su bolso, nunca encontraba lo que necesitaba. Ahogó un grito cuando finalmente las encontró y temblando metió la llave en la cerradura haciéndola girar. Giró solo hasta la mitad de su recorrido pero la puerta no se abrió.
Un gritito de rabia surgió de su garganta y dió una patada sin convencimiento a la puerta, temiendo resbalar en el suelo húmedo y romper un tacón de sus gucci nuevas, o peor aún, caer y romperse algún hueso.
Al parecer alguien había llamado para que cambiaran finalmente la cerradura de la puerta, que funcionaba cuando le daba la gana. La mayoría de las veces quedaba abierta, dejando el edificio expuesto a las excursiones de los sin techo u otras gentes igualmente deleznables.
Con un largo dedo le dió suavemente a uno de los botones del interfono, cuidando de no estropearse su preciosa uña, e instantes después una puerta se abrió al fondo del pasillo y la cabeza de Alejandro, el anciano portero, asomó al exterior mirando en su dirección. Un vibrante sonido le indicó que la puerta estaba abierta.
El viejo salió a su encuentro y alargando una arrugada mano cubierta de manchas le tendió un par de llaves idénticas.

-Aquí tiene dos copias, señorita Freyle -dijo el hombre, que a pesar de su avanzada edad aun se mantenía en buena forma -. Le dejé una nota anteayer en su buzón informándola de la reparación y ayer antes de acostarme pasé por su apartamento para hacerle entrega de las llaves, pero al parecer no estaba usted.
-No se preocupe, y muchas gracias, ahora ya las tengo -dijo ella sin apenas detenerse, forzando una sonrisa -. Estoy empapada y necesito cambiarme ya mismo. Buenas noches, Alejandro.
-Buenas noches tenga usted, señorita -respondió el anciano, sin moverse del lugar y observando como se alejaba hacia el ascensor. "Maldito viejo verde", pensó ella, consciente de que sus ojos le recorrían el cuerpo de arriba abajo. Empapada como estaba seguía siendo un plato apetitoso para cualquier hombre. Ese pensamiento le hizo recordar que también odiaba a los hombres.

Le sacó la lengua al anciano, que ya avanzaba por el pasillo hacia su propio apartamento, y se metió en el ascensor, asqueada.
Marcó el botón luminoso con un cinco rosado en su centro, y esperó mientras se cerraban las puertas y el ascensor iniciaba el ascenso. Es increible la de cosas que se te pueden pasar por la cabeza en un viaje en ascensor, pensó Carmen, rememorando aquel asqueroso día que estaba deseosa de dejar atrás en cuanto cruzara el umbral de su hogar.

El día había empezado mal, o mejor, terriblemente mal. Había despertado en el ático de Sergio, un colega del trabajo. Un colega del trabajo que salía con una amiga suya. ¡Un colega del trabajo que salía con una amiga suya y que ni tan siquiera le gustaba! Pero lo peor no era eso. Lo peor era que no sabía qué demonios hacía allí. No lograba recordar nada de la noche anterior, y Sergio no estaba en casa para explicarle nada. Una cosa sí sabía: había despertado en la cama de él, totalmente desnuda, y su ropa la había encontrado desparramada por la moqueta de color beige.
Se vistió, recogió sus cosas a toda velocidad y se dirigió hacia el trabajo. ¡Llegaba tarde!
Sergio no estaba en su puesto, y los compañeros le dijeron que no había aparecido esa mañana. Intentó disimular como pudo sus nervios, pues había esperado que todo se aclararía en cuánto llegara a la oficina y pudiera hablar con él. Pero no fue así. Se puso a trabajar aunque le fue imposible concentrarse.
Una hora después, el Señor Menéndez, comúnmente conocido como "El Jefe", la llamó a su despacho. Allí le preguntó el porqué de su retraso y ella le dió una de las excusas de su ámplio repertorio. Después soportó uno de los discursos habituales sobre responsabilidad y trabajo en equipo. Algo realmente insoportable. Carmen se disculpó, aseguró que no volvería a pasar, y un minuto después pudo volver a su mesa. ¡Cómo odiaba a aquél tipo!
Al mediodía, mientras todos comían, ella aprovechó para intentar contactar con Sergio. No había vuelto a su apartamento y al parecer tenía el móvil apagado. Dejó un mensaje en el contestador de voz de su casa y otro en el del móvil. Siguió llamando sin resultado hasta que llegó la hora de volver al trabajo. Volvió a entrar en el edificio de oficinas y se dirigió a su puesto con un nudo en el estómago (que por lo demás estaba vacío).
Tenía trabajo acumulado, y hoy debía ponerse al día o al siguiente volvería a visitar el despacho de "El Jefe", pero no pudo concentrarse. Los nervios se la comían. Decidió tomarse un par de calmantes de los que le habían recetado la semana anterior para combatir el estrés, pero fue como si se hubiera tragado una granada y ésta hubiera estallado dentro. Sin nada en el estómago, el efecto de los calmantes sumado a su estado de nerviosismo fue fulminante.
Despertó poco rato después en la cama de un hospital, donde un joven médico le indicó que no había sucedido nada grave, pero que sus compañeros de trabajo se habían alarmado al verla desmayarse y habían llamado a una ambuláncia. Le dio el alta después de hacerle prometer que lo primero que haría sería comer algo.
Cuando salió a la calle en compañía de Sara, una de sus compañeras de la oficina que se había quedado a esperarla, el cielo estaba ya cubierto de nubes grises que no presagiaban nada bueno. Pero, pensó irónicamente, tampoco nada peor de lo que ya ha sucedido.
No tenía ni idea de cuánto se equivocaba.
Tras tomar un café con leche y una pasta en un bar que les venía de camino, volvieron a la oficina. Después de asegurarles a todos que se encontraba mejor y de agradecerles su interés y su ayuda, volvió a su puesto. Se concentró en lo que tenía delante y consiguió rematar algo la faena atrasada, que amenazaba con hacer desaparecer su escritorio si no le ponía pronto remedio. Cuando se dió cuenta era la hora de volver a casa, pero decidió quedarse una hora más y pronto se quedó sola en la planta. O eso creyó.

-Hola Carmen, ¿haciendo horas extras para que "El Jefe" esté contento? -la sobresaltó una voz grave detrás suyo. Supo que era Sandro antes de volverse, aquel imbécil tenía una voz tan inconfundible como repelente -¿Te he asustado? No era mi intención -continuó con una sonrisa nada agradable, mientras ella le fulminaba con la mirada.
-Pues sí, me has dado un susto de muerte. Creía que estaba sola.

Él la miró con sus ojos de pez, y sacó la punta de la lengua de forma lasciva. Ella se levantó e hizo el intento de empezar a recoger. Sandro la cogió por la muñeca con un movimiento increíblemente rápido, y la obligó a mirarle a los ojos.

-Hace mucho tiempo que sueño con ésto, Carmen. Tu y yo solos en la oficina...
-Suéltame Sandro -advirtió ella, furiosa -. Es tu sueño, no el mío.

Él sonrió aún más, e intentó cogerle la otra muñeca con su mano libre. El intento fue en vano, y terminó en el momento en que Carmen alzó con fuerza una rodilla, que dió de lleno en las partes pudendas de su compañero de trabajo, que la soltó al instante para empezar a retorcerse lentamente y acabar en posición fetal en el suelo.
Carmen apagó el ordenador, se puso rápidamente la chaqueta de piel, se enrolló la bufanda al cuello y cogiendo el paraguas se alejó por el pasillo que conducía a la salida. Cuando llegó a la puerta se volvió. Sandro, que intentaba levantarse con bastante dificultad, la miraba con odio e intentaba decir algo, aunque solo sonidos ininteligibles brotaban de su boca.

-¡Que te jodan, anormal! -le gritó ella, haciéndole un gesto obsceno -. No están hechas las margaritas para los cerdos como tú -remató, y salió a la calle dando un portazo.

Cuando llegó a la calle chispeaba, y a mitad de camino hasta la parada de autobús se vió obligada a abrir el paraguas. El odio hacia la lluvia era algo irracional, pero ahí estaba, y se volvía a manifestar cada vez que las nubes se vaciaban sobre la ciudad, como si fueran las nuevas amantes de su ex burlándose de ella.
El autobús no se hizo esperar. Subió, marcó el billete y se dirigió a la parte trasera. Tenía 35 minutos de viaje siempre y cuando no se encontraran con un atasco, que podía alargar el trayecto otros 10 minutos, pero no mucho más. Se sentó atrás de todo junto a una ventanilla, dejándose caer como un muñeco desmadejado. Estaba agotada.
Despertó justo cuando se abrieron las puertas frente a su parada.
Se dió cuenta de donde estaba, saltó de su asiento y corrió hacia las puertas como en un sueño. Los que se habían apeado allí ya estaban algo alejados del autobús, y caminaban por la calle bajo sus paraguas. Las puertas se cerraron detrás de ella y el autobús arrancó. Entonces, bajo la lluvia, se despejó del todo y se acordó de su paraguas, que ahora viajaba hacia el centro de la ciudad.
Llovía a cántaros.

El ascensor llegó a su destino con un melódico "ding" y las puertas se hicieron a un lado con un leve susurro. Carmen salió al largo pasillo y se dirigió con paso decidido hacia la puerta de su amado apartamento. ¡Al fin! La protección del hogar y una buena ducha de agua caliente mientras escuchaba lo último de Jack Johnson.
Metió la llave en la cerradura y su bolso comenzó a vibrar, al tiempo que una musiquilla salía de su interior. Dejó las llaves colgando en la cerradura y empezó un duro combate con el odioso bolso de 300 euros. Ganó por puntos y consiguió hacerse con el móvil.
Reconoció la voz de Sergio entrecortada, como si se encontrara en un lugar con poca cobertura, posiblemente el metro. ¡Al fin podría aclarar lo de la noche anterior!

-¿Sergio? ¿Donde estás? ¡Apenas entiendo nada!
Sergio hablaba sin cesar, pero resultaba totalmente ininteligible.
-¡No te entiendo, Sergio! ¡Muévete a otro sitio! -gritó Carmen, de los nervios. De repente pareció que la cobertura mejoró. Sergio, con un tono que le pareció entre asustado y preocupado, dijo:
-...Carmen? ¿Me oyes ahora? No vayas a tu apartamento... -la cobertura volvió a fallar y el sonido entrecortado de la voz de Sergio continuó al mismo tiempo que algo llamó la atención de Carmen. Se volvió hacia la puerta de su apartamento y observó sorprendida como ésta se abría y de ella salía el hombre más bello que jamás había visto.
-Apaga el móvil -le dijo sin levantar la voz el hombre, que la apuntaba con una enorme pistola.

Carmen dejó caer el móbil al suelo, y perdió el conocimiento por segunda vez aquel día. Entre tinieblas, antes de que todo se apagara por completo, tuvo tiempo de llegar a una conclusión: empezaba a odiar desmayarse.

divendres, 7 de gener del 2011

Parte 2 - Conciencia / 2



Cuando Aaron Larkin despertó, la luz del mediodía entraba en el cubículo a través del cristal irisado de la ventana. Se rascó la panza y se desperezó al tiempo que intentaba ubicarse. Observó a su alrededor y comprobó que no reconocía nada como suyo. Luego se levantó y, tras unos segundos de duda, tomó conciencia de donde estaba y de todo lo que había vivido desde que se produjo el Segundo Gran Apagón. Dio la orden verbal sin convicción y comprobó lo que temía: el problema no se había resuelto durante las horas que había pasado visitando las tierras de Morfeo; el mundo seguía a oscuras. Y demasiado silencioso, pensó entonces, reparando en la rara y nada habitual calma que se había apoderado del edificio. Abrió la ventana y comprobó, con cierto horror, que en el exterior del cubículo la paz era también absoluta. ¿Se habrían matado todos los habitantes de Newark en un acto de extrema locura? No lo creía posible, pero ante aquel silencio sepulcral aquella era la única respuesta lógica que acudía a su mente. Un escalofrío recorrió su espinazo al imaginar que era el único superviviente en una fosa común de cemento y cristal, donde yacían millones de cuerpos sin vida.

Tratando de apartar aquella imagen de su mente abandonó el habitáculo y, dando gracias mentalmente al vecino que había dejado abierta su puerta la noche anterior, se alejó por el pasillo en dirección a las escaleras. Emprendió el descenso lentamente, esperando escuchar —y, aunque a él mismo le pareció increible, deseándolo con todas sus fuerzas— los lamentos y lloros que unas horas atrás le habían hecho dar media vuelta. Pero ningún sonido llegó a sus oídos, haciendo que a cada paso que daba, a cada escalón que descendía, algo parecido a la añoranza se apoderara de su persona, un sentimiento que no recordaba haber experimentado jamás. Y es que Aaron siempre había sido una persona asocial y totalmente independiente. Desde la adolescencia había logrado mantenerse de una forma u otra en una burbuja de individualidad en la que se encontraba cómodo y feliz. No era odio ni envidia hacia los demás lo que le apartaba de ellos, más bien desinterés. Un absoluto desinterés hacia los sueños y motivaciones del resto de la humanidad, los cuales calificaba generalmente como banales o vulgares. Pero ese día, mientras descendía en la oscuridad, se horrorizó al pensar en la posibilidad de encontrarse realmente solo. A pesar de su individualismo extremo, que en ocasiones le había llevado a estar meses enteros sin comunicarse con otras personas, era consciente de que no podría sobrevivir sin el apoyo de una sociedad establecida.

Cuando llegó al final de la escalera y contempló la dantesca escena que apareció ante él, la realidad le golpeó sin piedad, conmocionándolo. Se sintió repentinamente mareado y, perdiendo el equilibrio, trastabilló torpemente tratando de no pisar los cadáveres que yacían diseminados por el suelo del vestíbulo. Finalmente no pudo evitar resbalar al pisar un charco de sangre y terminó cayendo sobre una señora de edad avanzada, que bajo su peso optó por liberar involuntariamente  los gases que se habían acumulado en el interior de su cuerpo en descomposición. Aaron, aterrado más por el contacto con otra persona que porque se tratara de un cadáver, se apartó de ella soltando un gritito y rodó por el suelo hasta que su rostro quedó frente a la cara de una chica, cuyos ojos sin vida parecieron mirarle reprobadoramente, como si le acusaran de perturbar la paz de su descanso. No sin dificultades levantó su orondo cuerpo del suelo y regresó tan rápidamente como pudo a la relativa seguridad que parecían otorgarle las escaleras y, una vez allí, se sentó y cerrando los ojos trató de serenarse entre jadeos y ronquidos.

Al abrirlos de nuevo, un par de minutos después, su respiración volvía a ser regular y la sangre había devuelto cierto color a sus mejillas. Se levantó con resignación y, estudiando el vestíbulo, trazó mentalmente la ruta que se le antojó más corta y segura hasta la puerta que daba a la calle. Luego, con el firme propósito de abandonar aquel edificio convertido en mausoleo improvisado antes de sufrir un ataque de angustia y de no fijarse demasiado en los cuerpos que debía sortear, tomó aire y emprendió la marcha. Desgraciadamente no pudo evitar ver, mientras avanzaba tratando de esquivarlos, que la mayoría presentaban lo que parecían agujeros de bala, e incluso algunos habían sido salvajemente mutilados y, cuando una mano sin amo le saludó, ya casi llegando a la puerta que para él representaba la salvación, no pudo aguantar más y vació su estómago sobre el suelo cubierto de sangre coagulada. Luego se recompuso sin saber bien cómo y, sacando fuerzas de donde no las había, cruzó la puerta hasta la calle iluminada por el sol y por unos segundos se sintió mejor.

Hasta que comprobó que el panorama en el exterior no era mejor. Vencido, se dejó caer sobre sus rodillas en el asfalto y, mirando al cielo libre de nubes, rompió a llorar como un niño al que le hubieran quitado su juguete favorito.

dilluns, 3 de gener del 2011

Parte 2 - Conciencia / 1



Estaba en la cama de su habitación, desnudo y rodeado por tres mujeres espectaculares: una rubia explosiva, cada milímetro de su cuerpo esculpido hasta la perfección; una euroasiática completamente rasurada, incluído su cráneo cubierto por tatuajes multicolores; y una negra de pronunciadas curvas, que lo miraba fijamente con sus ojos de pupilas reflectantes. Todas ellas estaban desnudas y lo miraban con lascivia mientras se contoneaban a su alrededor sin ningún pudor.

Jesse Avalon no sabía cómo había vuelto a casa, ni quiénes eran ellas, pero dejó de importarle en cuanto la belleza de piel de ébano se acercó a él, ronroneando, y le empezó a acariciar el miembro con suavidad, el cual empezó a crecer y endurecerse con rapidez. Al mismo tiempo, la rubia se situó a su lado y empezó a besarle el cuello, ayudando a su compañera a encender sus más bajas pasiones. Había estado con muchas mujeres a lo largo de su vida, pero no recordaba haber estado tan excitado jamás; se sentía a punto de estallar. No ayudó que luego la euroasiática, que se había aproximado dedicándole una sonrisa pícara, se inclinara sobre él y que con la boca buscara su miembro erecto. Jesse cerró entonces los ojos, disfrutando del placer abrumador que parecía inundar su cuerpo, deseando que durara eternamente, gozando de la ardiente humedad de los labios y las lenguas de ellas, que ahora le lamían y le cubrían de besos. Pero de repente, cuando estaba ya llegando al clímax, un golpe de viento helado, surgido de la nada, le hizo estremecerse, y dos de las mujeres se apartaron de él rápidamente. Sólo una de ellas permaneció a su lado, lamiéndole el cuello y el rostro apasionadamente, ajena al frío glacial que parecía haberse apoderado del lugar. Pero no fue suficiente. Jesse maldijo al sentir como su erección de desvanecía y abrió los ojos.

Ya no estaba en su habitación, y tampoco había ninguna mujer con él. En su lugar había un perro que, en cuanto le vió moverse, se apartó asustado lanzando un gañido al aire. Aún confundido y ligeramente molesto, empezando a tomar conciencia de que todo había sido un sueño, Jesse observó a su alrededor: estaba en el vestíbulo de un edificio, rodeado de cadáveres. A través de la pared acristalada se filtraba la luz de un nuevo día y al otro lado podía ver más cuerpos sin vida tirados sobre la calzada, además de las consecuencias de una noche de caos, muerte y destrucción. Se levantó, aún perplejo, y sintió un dolor incisivo en la parte frontal de la cabeza. Se llevó los dedos a la frente y notó la hinchazón y la costra que ya se estaba formando. Luego, temblando a causa del frío, observó al perro, que le miraba a su vez temeroso, tratando de ocultarse tras una gruesa columna de mármol negro; era muy raro encontrar a uno en la ciudad. Desde que se prohibió la tenencia de animales domésticos a nivel global en el 2055, como consecuencia del retrovirus animal que acabó con la vida de casi mil millones de humanos, sólo se veían en las Granjas Exteriores, en las Zonas Protegidas o en las Reservas de Investigación. Muy mal tenían que estar las cosas para que un perro se paseara por la ciudad sin que nadie reparara en él. Aunque claro, se dijo recordando todo lo acontecido la noche anterior, al tiempo que paseaba la mirada a su alrededor, desde que se produjo el apagón peor no podían estar.

No hacía tanto frío como durante la noche, pero aún así dio algunos saltitos mientras se frotaba las piernas y los brazos. Luego observó los cuerpos que había esparcidos por el suelo, y una idea fue perfilándose en su mente: necesitaba ropa, y toda aquella gente no la iba a echar en falta. Rápidamente, aunque con cierta repulsión, rebuscó entre los cadáveres hasta que encontró las prendas que necesitaba: unos pantalones, un par de calcetines, una camiseta isotérmica y, para rematar la jugada, una chaqueta retro, de cuero negro, de la diseñadora Lean Salbiant, que sería la envidia de sus compañeros de grupo, si es que los volvía a ver. Se vistió con cierta sensación de asco al principio, pero en cuanto comenzó a entrar en calor decidió relegarla al olvido y dar las gracias por su buena suerte. Luego, dispuesto a abandonar aquél lugar lo antes posible, se dirigió a la salida del edificio pero, una vez allí, se detuvo en seco; lo último que recordaba era la oscuridad de la esquina y él cayendo y golpeándose la cabeza al tropezar con algo. Y eso había sucedido en la calle, no dentro del edificio. ¿Cómo había llegado al vestíbulo? Alguien debió arrastrarlo hasta el interior, se dijo, salvándole así la vida al apartarlo de las calles, donde con casi toda probabilidad hubiera muerto congelado. Se volvió para escudriñar el interior del vestíbulo pero, aparte del perro, que ya había abandonado su escondrijo, nada más se movía. Fuera quién fuera su salvador, ya no estaba allí.

Tras unos últimos segundos contemplando las sombras del vestíbulo, se encogió de hombros y salió al exterior del edificio. El sol estaba en lo más alto, calentando el ambiente a la vez que aceleraba el proceso de descomposición de los cadáveres que cubrían el asfalto. El olor a muerte se había intensificado allí fuera y obligó a Jesse a acelerar la marcha sin volver la vista atrás. Mientras caminaba se extrañó de la paz que en ese momento reinaba en la ciudad. Parecía como si él fuera el único ser humano en kilómetros a la redonda.

Tras unos pasos se detuvo junto al cadáver de un NeoPOL y recogió del suelo su arma de asalto. No sabía utilizarla, pero con un arma en las manos se sintió mejor, más seguro. No había que fiarse de las apariencias.