divendres, 7 de gener del 2011

Parte 2 - Conciencia / 2



Cuando Aaron Larkin despertó, la luz del mediodía entraba en el cubículo a través del cristal irisado de la ventana. Se rascó la panza y se desperezó al tiempo que intentaba ubicarse. Observó a su alrededor y comprobó que no reconocía nada como suyo. Luego se levantó y, tras unos segundos de duda, tomó conciencia de donde estaba y de todo lo que había vivido desde que se produjo el Segundo Gran Apagón. Dio la orden verbal sin convicción y comprobó lo que temía: el problema no se había resuelto durante las horas que había pasado visitando las tierras de Morfeo; el mundo seguía a oscuras. Y demasiado silencioso, pensó entonces, reparando en la rara y nada habitual calma que se había apoderado del edificio. Abrió la ventana y comprobó, con cierto horror, que en el exterior del cubículo la paz era también absoluta. ¿Se habrían matado todos los habitantes de Newark en un acto de extrema locura? No lo creía posible, pero ante aquel silencio sepulcral aquella era la única respuesta lógica que acudía a su mente. Un escalofrío recorrió su espinazo al imaginar que era el único superviviente en una fosa común de cemento y cristal, donde yacían millones de cuerpos sin vida.

Tratando de apartar aquella imagen de su mente abandonó el habitáculo y, dando gracias mentalmente al vecino que había dejado abierta su puerta la noche anterior, se alejó por el pasillo en dirección a las escaleras. Emprendió el descenso lentamente, esperando escuchar —y, aunque a él mismo le pareció increible, deseándolo con todas sus fuerzas— los lamentos y lloros que unas horas atrás le habían hecho dar media vuelta. Pero ningún sonido llegó a sus oídos, haciendo que a cada paso que daba, a cada escalón que descendía, algo parecido a la añoranza se apoderara de su persona, un sentimiento que no recordaba haber experimentado jamás. Y es que Aaron siempre había sido una persona asocial y totalmente independiente. Desde la adolescencia había logrado mantenerse de una forma u otra en una burbuja de individualidad en la que se encontraba cómodo y feliz. No era odio ni envidia hacia los demás lo que le apartaba de ellos, más bien desinterés. Un absoluto desinterés hacia los sueños y motivaciones del resto de la humanidad, los cuales calificaba generalmente como banales o vulgares. Pero ese día, mientras descendía en la oscuridad, se horrorizó al pensar en la posibilidad de encontrarse realmente solo. A pesar de su individualismo extremo, que en ocasiones le había llevado a estar meses enteros sin comunicarse con otras personas, era consciente de que no podría sobrevivir sin el apoyo de una sociedad establecida.

Cuando llegó al final de la escalera y contempló la dantesca escena que apareció ante él, la realidad le golpeó sin piedad, conmocionándolo. Se sintió repentinamente mareado y, perdiendo el equilibrio, trastabilló torpemente tratando de no pisar los cadáveres que yacían diseminados por el suelo del vestíbulo. Finalmente no pudo evitar resbalar al pisar un charco de sangre y terminó cayendo sobre una señora de edad avanzada, que bajo su peso optó por liberar involuntariamente  los gases que se habían acumulado en el interior de su cuerpo en descomposición. Aaron, aterrado más por el contacto con otra persona que porque se tratara de un cadáver, se apartó de ella soltando un gritito y rodó por el suelo hasta que su rostro quedó frente a la cara de una chica, cuyos ojos sin vida parecieron mirarle reprobadoramente, como si le acusaran de perturbar la paz de su descanso. No sin dificultades levantó su orondo cuerpo del suelo y regresó tan rápidamente como pudo a la relativa seguridad que parecían otorgarle las escaleras y, una vez allí, se sentó y cerrando los ojos trató de serenarse entre jadeos y ronquidos.

Al abrirlos de nuevo, un par de minutos después, su respiración volvía a ser regular y la sangre había devuelto cierto color a sus mejillas. Se levantó con resignación y, estudiando el vestíbulo, trazó mentalmente la ruta que se le antojó más corta y segura hasta la puerta que daba a la calle. Luego, con el firme propósito de abandonar aquel edificio convertido en mausoleo improvisado antes de sufrir un ataque de angustia y de no fijarse demasiado en los cuerpos que debía sortear, tomó aire y emprendió la marcha. Desgraciadamente no pudo evitar ver, mientras avanzaba tratando de esquivarlos, que la mayoría presentaban lo que parecían agujeros de bala, e incluso algunos habían sido salvajemente mutilados y, cuando una mano sin amo le saludó, ya casi llegando a la puerta que para él representaba la salvación, no pudo aguantar más y vació su estómago sobre el suelo cubierto de sangre coagulada. Luego se recompuso sin saber bien cómo y, sacando fuerzas de donde no las había, cruzó la puerta hasta la calle iluminada por el sol y por unos segundos se sintió mejor.

Hasta que comprobó que el panorama en el exterior no era mejor. Vencido, se dejó caer sobre sus rodillas en el asfalto y, mirando al cielo libre de nubes, rompió a llorar como un niño al que le hubieran quitado su juguete favorito.

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