dissabte, 18 de juny del 2011

3. Erik/Erika



Ella era él. Y fue la tercera y la última.

La brutal metamorfosis se apoderó de ellos como en una pesadilla lovecraftiana y los fundió juntos en el barro primordial. Después de aquello todo había de cambiar.

Cuando vió el nombre en la pantalla del móbil no podía creerlo.

Hola, Erik dijo una voz viril al otro lado de la línea, con un ligero deje de inseguridad. 

Hola, Paul saludó Erika, sorprendida —. ¿Qué quieres? Paul era su hermano. El mismo hermano que no le hablaba desde hacía cuatro años. No dijo nada, aunque el sonido de su respiración evidenciaba que seguía allí. Era indudable que no la llamaba por placer. Algo había sucedido ¿Estás bien? ¿Pasa algo? preguntó. Paul tenía seis años menos que ella, y la había considerado como a un ídolo hasta que se enteró de lo suyo. Cuando comprendió que ya no tenía un hermano mayor lo borró de su vida, y lo mismo hicieron sus padres. Desde entonces habían pasado cuatro largos años, en los que solo había tenido contacto telefónico con su madre tres veces.

Papá se muere dijo Paul, casi en un susurro . Él... quiere verte. Mamá también... No te ha llamado ella porque está demasiado afectada.

Aquello era demasiado. Erika guardó unos segundos de silencio, intentando poner órden en aquel torrente de ideas que se agolpaban en su cerebro.

¿En qué hospital está? preguntó finalmente.

Está en casa. Date prisa respondió Paul, y colgó.

Una brisa fresca se coló desde el balcón trayendo consigo recuerdos de otra vida, de otra persona que había sido tiempo atrás. Los desechó y se levantó de la cama, pálida como un rayo de luna y temblorosa como el titilar de las estrellas, que bailaban en la noche al otro lado de las delgadas cortinas.

Cruzó hasta el baño y se detuvo para abrir el grifo del agua caliente. Colocó el tapón y dejó que la bañera se llenara mientras rebuscaba en el armario. Sacando un traje pasado de moda de lo más recóndito de aquellas entrañas que olían a caoba, se juró a sí misma que sería la última vez que se vestiría como un hombre.

Trece horas después de abandonar la casa de sus padres, sin haber pegado ojo y con solo una parada en el camino para llenar el depósito del coche, Erika entró en el pequeño pueblo de North Canyon por la calle principal. Era medio día y un sol enorme ahuyentaba las sombras con sus rayos ardientes. A pesar de estar en pleno invierno, hacía un calor de mil demonios.

Hizo avanzar el automóbil lentamente por la calle de tierra levantando pequeñas nubes de polvo y finalmente lo detuvo junto a un bar. Necesitaba una cerveza. O dos.

Al entrar, un par de tipos volvieron la cabeza y la miraron descaradamente. Había quemado el traje en algún punto del desierto entre Havre y Great Falls, y ahora volvía a vestir la falda tejana con leotardos negros debajo, una camisa de manga corta de colores chillones, de estilo mexicano, y las botas camperas que le había regalado César hacía dos años por su aniversario. No pasaba desapercibida en un pueblo como aquél. De hecho, ahora que pensaba en ello, no sabía porqué se había desviado de la autopista y había conducido hasta allí.

Pidió una Bud a la camarera y se sentó en una mesa alejada de la barra y de los dos mirones, junto a una ventana que daba a la parte trasera, con vistas al interminable desierto. Ese mismo desierto que se había bebido las lágrimas que había contenido durante el entierro de su padre. Aquellos tres últimos días pasados en la casa que la había visto crecer trajeron de vuelta los recuerdos de dolor, de miedo, de impotencia y frustración, de vacío y rechazo. Fueron las 72 horas más largas de su vida, pero finalmente, con su padre bajo tierra y el viento del oeste acariciándole el rostro, se permitió ser optimista por primera vez en mucho tiempo.

A través de la ventana del bar podía ver una meseta elevada, quizás a una milla de distancia, que se levantaba solitaria en mitad de aquel desierto de arena blanca y arbustos negros. Levantó la botella de cerveza a modo de saludo y se la terminó de un largo trago. Pidió otra en cuanto pasó la camarera y decidió que en cuanto la terminara iría hasta la meseta. Parecía el lugar ideal donde una podía plantearse el futuro y olvidar el pasado.

Caminó durante aproximadamente media hora en línea recta, observando de vez en cuando como el sol descendía por el este y el cielo se iba tornando rojo. Las botas y la parte de los leotardos que no cubría la falda estaban ya cubiertos de la arenilla blanca que el viento levantaba del suelo hasta la altura de las rodillas, y un pañuelo sobre la cabeza, empapado en sudor, la protegía de los ardientes rayos de aquél inmisericorde astro que se alzaba impasible en el cielo despejado. Su propia sombra, cada vez más larga, la seguía manteniendo el ritmo de la marcha, y la meseta iba acercándose y creciendo poco a poco. Parecía el gigantesco cadáver de un dinosaurio pudriéndose al sol.

Un ruido a su espalda la hizo volver la cabeza: el chasquido de una rama seca al partirse. Por el rabillo del ojo avistó a dos hombres que caminaban casi hombro con hombro, en silencio. Se volvió hacia ellos y reconoció a los mirones del bar. Uno de ellos había pisado la raíz que les había delatado, que ahora sobresalía del suelo un par de metros por detrás. Ellos la miraron, y lo que vió en sus rostros no le gustó lo más mínimo. Los ojos de aquellos tipos, que ahora se encontraban tan solo a unos veinticinco metros de donde se encontraba, mostraban una mezcla de odio, curiosidad y lujuria, que les confería un aspecto aterrador. Le sonrieron y apretaron el paso. Ya no les era necesario avanzar sigilosamente ahora que habían sido descubiertos. Erika miró a su alrededor rápida y fugazmente. El único lugar relativamente cercano que podía ofrecerle alguna protección era la meseta. Quizás allí pudiera ocultarse hasta que aquellos indivíduos decidieran volver a sus casas con sus mujeres. Les dió la espalda y empezó a correr. Confiaba en que su juventud le daría ventaja en aquella carrera, pues al observarlos le había parecido que aquellos hombres estarían ya bien entrados en la cuarentena. Se subió la falda hasta la cintura y aceleró al ver que corrían más de lo que esperado. "¡Malditos paletos de pueblo!", pensó. El descomunal cadáver del dinosaurio y la sombra que éste proyectaba sobre las ondulantes arenas del desierto la aguardaban y guiaban en su loca carrera, como la luz del faro en un mar embravecido por la más cruel de las tormentas. Detrás, los tipos gritaban mientras corrían, pero sus voces llegaban a sus oídos de forma ininteligible, distorsionadas por las ráfagas de viento que se levantaban cada vez con más fuerza. Volvió levemente la cabeza y se percató con alívio de que les estaba sacando cada vez más distancia. Con suerte llegaría a la meseta y dispondría de uno o dos minutos para buscarse un escondrijo, o en su defecto una rama bien fuerte para defenderse en caso de que intentaran algo más que asustarla.

Estaba ya bajo la anhelada sombra de la meseta, buscando con la vista entre los pliegues de las rocas un sendero que le sirviera para trepar hasta la cima, cuando tropezó con una piedra y cayó al suelo, dando manotazos al aire. Dió una torpe voltereta e hizo el intento de volver a levantarse para seguir corriendo, pero la falda, que había bajado de nuevo hasta la rodilla, la entorpeció y acabó tumbada en el suelo, escupiendo arena y maldiciendo. Miró por encima del hombro y vió las siluetas de sus dos perseguidores bastante lejos. Aún tenía tiempo.

Se levantó y un pinchazo de dolor le recorrió el hombro derecho. Debía haberse golpeado al caer, pero no era el mejor momento para un exámen médico: dos tipos con cara de malas pulgas, cubiertos de sudor y gritando lo que parecían obscenidades, corrían hacia ella. Se desabrochó el cinturón mientras recorría la distancia que la separaba de la base de la meseta y al llegar se quitó la falda, dejándola caer sobre la arena. La falda solo habría dificultado la ascensión, ya de por sí nada fácil. Se decidió rápidamente por una grieta que parecía surcar en diagonal la roca rojiza, desde el suelo hasta la cima, y en la que se veían aristas y bordes que podrían servirle para agarrarse. Comenzó a subir sin convencimiento e intentando no mirar atrás, pero los cada vez más cercanos gritos de aquellos dos indivíduos la espolearon y forzó la marcha. Entonces fué cuando el hombro herido reclamó su atención. Un dolor brutal le recorrió el brazo y el cuello, y casi la hizo soltarse. Era como si le estuvieran perforando el hueso con un taladro. Gritó, se cagó en su torpeza, y siguió avanzando entre alaridos de esfuerzo y dolor. Ya no escuchaba otra cosa que sus propios gritos, su respiración, y el raspar de las botas contra la piedra rugosa. Se concentró en seguir subiendo sin mirar abajo e ignorando las olas de dolor que amenazaban con dejarla inconsciente cada vez que se impulsaba con el brazo herido. No sabía a qué distancia estaba del suelo, ni de cuanto la separaba aún de la cima. Tampoco era consciente del tiempo transcurrido pegada a esa pared arrastrándose dolorosamente, ni de si sus perseguidores la estaban siguiendo aún. Solo importaba una cosa: llegar arriba. El resto daba igual. Una vez arriba estaría salvada.

Paul no le había dirigido la palabra en los tres días que pasó en la casa donde habían crecido juntos, y su madre a duras penas. Solo la prima Greta y su marido Bob habían intercambiado con Erika algo más que palabras de pésame durante el entierro. El resto de la família había simplemente cumplido con las obligaciones del acto y luego la habían mirado intentando disimular su cara de asco, murmurando entre ellos y llegando algunos incluso a limpiarse con un pañuelo la mano que le habían tendido. Aquella mañana de febrero se convenció completamente de que aquella ya no era su família. Cuando terminara el funeral se iría para no volver.

Y así lo hizo. Se despidió solo de su madre, una mujer que había tenido la desgracia de querer demasiado a un mal hombre, y sin hechar una sola mirada atrás se subió al coche y lo arrancó para dirigirse al norte, al desierto.

Al fin llegó arriba. Estaba extenuada y ya no se notaba el hombro herido. Arrastró todo el cuerpo sobre la superfície de roca lisa y se quedó tumbada mirando al cielo. El sol ya se había puesto detrás de las lejanas montañas y una agradable brisa la acunó bajo la luz de las primeras estrellas. Cerró los ojos y aspiró profundamente. Aquél lugar olía condenadamente bien. A aire puro y libertad. Permaneció en aquella posición, disfrutando de la paz del lugar y del momento durante unos minutos reconfortantes, consciente solo de ella misma. A pesar -o como consecuencia - del dolor que empezaba a hacerse notar a través de sus músculos y huesos, de los cortes que se había hecho en brazos y piernas y de los dedos entumecidos, se sentía en ese momento más viva que nunca.

Un rato después abrió los ojos. Dos sombras se alzaban sobre ella recortándose en el cielo estrellado.

Te pillamos, engendro dijo una de ellas arrastrando la voz.

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