dilluns, 15 de novembre del 2010

Parte 1 - Caos / 10



El viento helado, que bajaba de las montañas, le azotaba las piernas desnudas como el látigo de un verdugo mientras corría carretera abajo, espoleándole. Había empezado a correr para combatir el frío, pero ya hacía un buen rato que aquella estrategia había dejado de funcionar y ahora empezaba a sentir además los efectos del cansancio, que le obligaban a ralentizar la marcha. Jesse Avalon llegó a la entrada de la Autovía A12 y recuperando un poco el ánimo calculó que le quedaba algo más de un kilómetro para llegar a la ciudad; no era mucho, aguantaría. Sorteando los vehículos que habían quedado abandonados en mitad de la calzada se internó en la vía que le llevaba directamente al centro de Newark, y a tan solo tres manzanas del edificio donde vivía su madre.

Hacía seis años que no la veía, desde que se había divorciado de su padre. No era plato de su gusto el volver a verla, y menos en aquellas circunstancias, pero no le quedaba otra opción. Ya podía imaginar sus carcajadas al verlo aparecer semidesnudo en mitad de la noche, y eso no sería nada comparado con lo que se reiría cuando le contara que la mansión familiar de los Avalon había quedado reducida a escombros. Casi le daba más miedo aquél reencuentro que el adentrarse en los túneles que ya distinguía en la distancia, y que internándose en el subsuelo cruzaban la ciudad de lado a lado.

Siguió avanzando y apartó a su madre de sus pensamientos. Ya había llegado a la altura de los primeros edificios y el tronar de las armas de fuego y los gritos y explosiones le llegaban desde no muy lejos. Debía concentrarse si no quería sufrir un accidente o acabar en medio de una batalla campal. Pronto vio el primer cadáver de un “saltador” aplastado contra el cemento, al que a pocos pasos le siguieron otros. Dirigió su mirada a las alturas, observando la oscura pared del edificio más cercano. No consiguió ver el cielo ni a ningún suicida en mitad de un salto. De repente un destello blancoazulado, seguido de un trueno ensordecedor, hendió el aire al otro lado del muro que separaba la vía de la calle. Se agachó instintivamente y se escondió tras un autobús llevándose las manos a las orejas. Gritos, sollozos y pasos acelerados le llegaron desde el otro lado de la pared de hormigón, y luego el quejido de alguien, probablemente malherido. Aguardó sin moverse, a la espera, mientras subía el tono de los lamentos. Dos o tres minutos después, cuando estuvo seguro de que la zona estaba de nuevo en calma, abandonó la cobertura que le había brindado el vehículo y avanzó en silencio hasta el muro. Lo único que rompía el silencio que había caído sobre la zona era aquel quejido lastimero, que ya había adoptado un tono monótono, como una salmodia, y que empezaba a crisparle los nervios.

La entrada a los túneles que debían llevarle a través de la ciudad estaba a unos cincuenta metros, pero cayó en la cuenta de que sin luz le sería imposible cruzarlos además de que corría el riesgo de desorientarse y no poder volver a encontrar la salida. La única posibilidad que le quedaba pues era saltar aquella pared y llegar hasta la calle. No le hacía mucha gracia exponerse de aquél modo, pero el frío era cada vez más intenso y necesitaba llegar a un lugar donde guarecerse con urgencia. Con la reconfortante idea del calor de un hogar en mente —aunque fuera el de su madre—, se encaramó al techo de un todoterreno y desde allí saltó hasta la parte alta del muro. Luego se estiró apresuradamente sobre la áspera superfície de hormigón para evitar ser visto, raspándose las piernas en el proceso, y desde allí observó la calle que tenía frente a él mientras maldecía al frío, al viento que le flagelaba sus congeladas nalgas y a los pantalones que se habían quemado en el jardín horas antes.

La calle estaba desierta a excepción de varios vehículos y del tipo de los quejidos que, revolcándose en un charco de su propia sangre, trataba de levantarse a pesar de que sus piernas estaban a tres metros de distancia. Más que sentir pena o compasión, Jesse Avalon sintió asco ante la grotesca escena que se desarrollaba ante él. Decidió ignorarla y se dejó caer con cuidado hasta la calle. Luego se alejó sigilosamente del lugar; no podía hacer nada ya por aquél pobre desgraciado.

Al llegar a la primera esquina detuvo sus pasos y se asomó para comprobar que no había peligro. Aquel paseo por la ciudad, pensó, se estaba convirtiendo en el sueño de un psicópata: sobre el asfalto, frente a él y a lo largo de la calle, pudo ver montones de cadáveres masacrados. Probablemente habría más de cien. La mayoría pertenecían a civiles, pero pudo ver también algún uniforme de la NeoPOL entre los cuerpos. Luego dirigió la mirada hacia el final de la calle que se alejaba perpendicularmente hacia el este, desde donde le llegaba el sonido de lucha. Allí, a lo lejos, pudo ver varios vehículos en llamas y las siluetas de gente moviéndose y peleando a su alrededor. Parecían demasiado ocupados para fijarse en él, por lo que aprovechó para cruzar raudo la calle, saltando por encima de los muertos, y fundirse en la seguridad de las sombras impenetrables que proyectaba la esquina opuesta. Tan impenetrables que, tras dar dos pasos en su interior, tropezó con algo que había en el suelo y cayó de frente con tan mala suerte que se golpeó la cabeza contra el suelo. Un crujido sordo recorrió su cráneo, pero aún estuvo a tiempo de maldecir su mala suerte antes de perder la consciencia por segunda vez aquella noche.

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