divendres, 29 d’octubre del 2010

Capítulo 1



El chico corría y saltaba a lo largo de la hondonada tratando de despistar a sus perseguidores. Apenas le quedaban fuerzas y sus piernas empezaban a fallarle; si no lograba llegar pronto al bosque estaba perdido.

Desde las colinas bajas que quedaban a su espalda llegaban a sus oídos el relinchar de los caballos y el retumbar de sus cascos al galope, cada vez más cercanos. El bosque aún estaba lejos, a más de un millar de pasos, y comprendió que no llegaría antes de que le dieran alcance.

Detuvo sus pasos y agachándose para ocultarse entre la maleza oteó a su alrededor con nerviosismo, buscando un lugar donde esconderse. Los hombres que iban tras él no habían traído perros, así que aún tenía una oportunidad.

A través de la alta hierba, a la sombra de la colina que ascendía hacia el norte, avistó lo que le pareció el agujero de una gran madriguera; sin pensárselo dos veces correteó hasta ella y de un salto se adentró en la húmeda cabidad. Una vez dentro se dio cuenta de que no se trataba de una madriguera, sino de un tronco caído hacía mucho, petrificado y cubierto por tierra, hierba y musgo. Aquél parecía un buen lugar donde permanecer oculto hasta que sus perseguidores pasaran de largo o dieran media vuelta dándose por vencidos.

Desde su escondrijo oyó acercarse a los caballos y sintió como la tierra empezaba a vibrar a su alrededor. Estaban en lo alto de la colina, justo encima, buscándole. Aterrado retrocedió aún más en la oscuridad, procurando no hacer ningún ruido y olvidándose casi de respirar. Permaneció allí, encogido y en silencio, un rato que le parecieron siglos, hasta que el rumor de la batida se alejó en dirección al bosque hasta desaparecer por completo en la lejanía.

Aún dejó pasar un buen rato antes de abandonar aquél escondite improvisado, pero cuando salió a gatas, cegado por la luz del exterior, se topó con algo que no estaba allí cuando había entrado.

Vaya, vaya. Pero qué tenemos aquí dijo una voz rasposa sobre su cabeza. El chico miró hacia arriba y vió al hombre gato, que le sonreía desde lo alto: con lo que había topado al salir del tronco no era otra cosa que la bota del Rastreador, que había estado esperando pacientemente frente al agujero. Intentó erguirse para salir corriendo, pero fue inútil. Ningún humano era lo suficientemente rápido cuando se trataba de escapar de un Rastreador. Éste agarró al chico por el cuello de la camisa y con un rápido y grácil movimiento lo inmovilizó en el suelo. Luego procedió a atarlo y a subirlo a la grupa de su caballo, que pastaba tranquilamente junto al tronco.

Es hora de llevarte junto a mi Señor susurró el hombre gato, y de un salto subió a la silla de montar -. No es nada personal añadió volviéndose a medias para dedicar una última mirada al chico, y luego espoleó al animal, que inició el ascenso hacia lo alto de la colina más cercana.

* * *

¡Vi, Vi! gritó la pequeña buscando con la mirada a su hermana mayor, que había desaparecido entre la maleza unos minutos antes, adentrándose aún más en el bosque ¡Sal ya, Vi!¡Tengo miedo!

La niña, de nombre Isobel, permaneció sin moverse en el pequeño claro, bajo los rayos de sol que traspasaban oblícuamente las copas de los árboles. Hacía ya demasiado que su hermana la había dejado allí y empezaba a inquietarse. Sus hermanos decían que aquél bosque estaba maldito.

Desde donde estaba, echando la vista atrás, podía ver entre la maleza y los troncos de los grandes árboles las colinas ondulantes más allá de la linde del bosque, y aquello la tranquilizaba un poco. Si aparecía un monstruo sólo tendría que correr unos pocos pasos para salir de la arboleda y llegar a la seguridad de la pradera. Los monstruos jamás abandonaban la sombra de los bosques donde vivían por que la luz del sol los quemaba, le habían contado sus hermanos en más de una ocasión. Isobel estaba cansada y quería volver pronto a casa. Detestaba aquellas salidas, pues aún era pequeña para ser realmente de ayuda, y demasiado a menudo su hermana desaparecía y no volvía hasta transcurrido un buen rato. Se suponía que acompañaba a su hermana mayor para aprender a identificar los distintos tipos de hierbas, musgos, raíces y setas que se utilizaban para aderezar y acompañar las comidas, para hacer las infusiones y preparar emplastos y medicinas, pero Vi nunca la dejaba adentrarse con ella en el bosque más allá del claro. ¿Cómo iba a aprender entonces? Si bien era cierto que cuando regresaba lo hacía siempre con la cesta llena, y que entonces le mostraba lo que había encontrado y le explicaba qué era cada tallo, cada hongo, cada hoja, y para que se servían, Isobel pensaba que para aprender de verdad debía saber encontrarlas en su estado natural. Pero su hermana siempre decía que el bosque era muy peligroso y que ella era demasiado pequeña.

El relincho de un caballo hizo que sus pensamientos se desvanecieran de inmediato y, sobresaltada, se volvió hacia la pradera, que se extendía ondulante al otro lado de la maleza. A través de los huecos que dejaban los troncos de los grandes árboles y las hojas de los arbustos, distinguió a un hombre y a su montura ascendiendo al trote por la colina más cercana a la linde del bosque. Era raro ver viajeros por allí, tan lejos del camino, y a pesar de las advertencias de sus padres y hermanos respecto a los desconocidos, la curiosidad pudo más y decidió acercarse para ver mejor.

Cuando lo pudo observar con más detalle pensó de inmediato que debía tratarse de un caballero, pues llevaba una armadura de malla que le cubría el torso, los brazos y las pantorrillas, y encima vestía un peto rojo oscuro con un emblema de color dorado en el pecho que a Isobel le pareció la cabeza de un macho cabrío. Guiaba al caballo con una mano mientras con la otra sujetaba una espada y parecía buscar algo entre la alta hierba, o a alguien. De repente su mirada se dirigió al bosque, en la dirección en que se encontraba Isobel, que se agachó en el acto para evitar ser descubierta con tal mala suerte que su falda quedó enredada en la rama de un arbusto y éste se agitó con brusquedad en contra de su voluntad .

¡Sal de ahí, muchacho! gritó el caballero haciendo que su montura se acercara lentamente al lugar donde la pequeña Isobel, con los ojos cerrados, se apretujaba contra el húmedo suelo con tal fuerza que a cualquiera que la viera le parecería que estaba tratando de fusionarse con la tierra.

¡Chico! aulló de nuevo alzando aún más la voz, esta vez prácticamente sobre su escondrijo ¡Sé que estás ahí! ¡No me hagas bajar de mi caballo o será peor!

Isobel, al escuchar la palabra chico, cayó en la cuenta de que aquél hombre no la buscaba a ella, y tras unos instantes de duda se levantó y abandonó la espesura dando dos cortos e indecisos pasos en dirección al caballero. Estaba temblando y no se atrevía a apartar la vista de la hierba que crecía a sus pies.

—¡Vaya, pero qué tenemos aquí! ¡Una dulce jovencita! —exclamó el hombre, y soltó una risotada que asustó aún más a la pequeña.

Isobel permaneció quieta cruzando con fuerza los dedos de las manos sin saber qué hacer o decir. Quería volver al claro del bosque y continuar esperando a su hermana mayor, pero ya era tarde. Sabía que se había ganado una buena riña, pero en esos momentos era lo que menos la preocupaba.

—¿Qué hacía una chiquilla como tú en ese bosque? ¿No te han hablado de lo peligroso que es? —preguntó el caballero, que descendió de la silla de un salto y avanzó en su dirección. Isobel, al percibir la sombra de aquél desconocido sobre ella, trató de retroceder, pero una mano de acero cayó sobre su pequeño hombro manteniéndola en el sitio. Aterrada levantó la mirada y sus ojos se encontraron con los del hombre, que la miraba de una forma extraña, que no comprendía pero que tampoco le gustaba.

—Por favor, sire —murmuró ella con un hilo de voz, a punto de arrancar a llorar —. Mi hermana me está esperando. Debo volver a casa...

—Y volverás, gorrioncillo. Pero no antes de que tú y yo juguemos un rato –fue la respuesta del desconocido, que sonriendo había acercado su rostro al de ella y le arrojaba el aliento a la cara mientras pronunciaba cada palabra. El fuerte olor a cebollas a medio digerir hizo que se le revolviera el estómago, y no pudo evitar que las lágrimas brotaran de sus ojos. Tras unos instantes, Isobel tomó aire para gritar, pero la mano que el hombre aún tenía libre le cubrió la boca con rapidez. Luego la empujó al suelo y se tumbó sobre ella, inmovilizándola con su peso. La niña, de tan sólo nueve años, cerró los ojos y pidió a La Madre de Todas las Cosas que la protegiera.

* * *
 
Zai. Ese era su nombre: Zai u’Rznarr. Y era considerado en toda Rinnia como uno de los mejores Rastreadores, aunque para él aquello ya no era motivo de orgullo. Eran ya demasiadas las veces en que, en los últimos años, se había visto obligado a abrir los ojos y cerrar la boca por una bolsa de monedas. Por desgracia, para alguien de su raza y condición, era prácticamente imposible sobrevivir de otro modo en el continente, así que en ocasiones no le quedaba otra que hacer de tripas corazón y cumplir las órdenes que se le daban lo mejor que sabía. 

Y esa era una de aquellas ocasiones. Un trabajo fácil a cambio de tres dinares de plata: ayudar a un noble y a sus soldados a dar caza a un muchacho, el cual el único crímen que había cometido era robar unas manzanas de uno de los árboles de su propiedad. En otro momento no habría aceptado aquél encargo, pero corrían malos tiempos, y un Rastreador que fuera más conocido por sus escrúpulos que por sus méritos estaba pronto destinado a vagabundear por las calles de alguna de las grandes ciudades, pidiendo limosna, o a ser asesinado a traición por alguno de los muchos enemigos que se había ganado a lo largo de su carrera.

Ladeó la cabeza y observó de reojo al chico, que atado detrás de él sobre la grupa del caballo permanecía en silencio. Si algo había que concederle al chaval era que tenía valor: la mayoría de personas a las que había capturado, ya fueran hombres o mujeres, vulgares ladrones o fieros guerreros, lloraban y le suplicaban que les soltara. Tentado estuvo de preguntarle su nombre, de darle algo de conversación, pero al instante lo descartó: no era conveniente ni profesional entablar una conversación con un prisionero. No lo había hecho nunca y no iba a haber una primera vez. No entonces. Esa era una de las normas fundamentales de su profesión y el haberse planteado, aunque hubiera sido por un momento, el sáltarsela, le hizo darse cuenta de lo viejo que se sentía y de lo hastiado que estaba de aquél modo de vida.

Había llegado al continente de Assulia hacía ocho años, y desde entonces se había ganado la vida como Rastreador. Al principio, durante los dos años que duró la Guerra de las Colinas, que había enfrentado a Rinnia con el país vecino de Summia, había servido directamente bajo las órdenes de Álvar Orfialis, uno de los generales del Ejército Rojo, y las cosas habían ido bien. No le había faltado la comida, la paga era buena, y por su condición de Rastreador nunca había tenido que enfrentarse al caos del campo de batalla. Pero luego llegó la paz, y el trabajo empezó a escasear. Desde entonces tuvo que aceptar cada vez más trabajos indignos a sus ojos, al servicio de nobles endiosados y comerciantes engreídos. Demasiadas veces en el transcurso de los últimos años se había planteado el volver a Rashmurr, su añorada tierra natal, más allá del Océano Irisado. Y cuando esa misma mañana le habían ofrecido aquél trabajo y le hubieron dado los detalles, no pudo evitar que se perfilara de nuevo aquella idea en su mente, pero antes de que tomara forma la descartó y la alejó de sí, como todas las veces anteriores. Le dolía demasiado recordar su hogar, el lugar al que jamás podría regresar.
Al coronar la loma llegó a sus oídos el sonido de varias risas, voces y algún grito entusiasta, procedentes de la colina más alta que tenía enfrente, tras la que se alzaba la oscura silueta del bosque. No los veía aún, pero reconoció las voces de algunos de los soldados que le acompañaban en la batida. Su entrenado oído le indicó que se habían detenido y que los caballos descansaban y pastaban mientras ellos se divertían de algún modo, lo cual le extrañó y enfureció a un tiempo. Menudos patanes, que le dejaban todo el trabajo a él mientras se dedicaban a jugar. Pero se tragó su fúria, ya que al fin y al cabo ya había encontrado al chico, y encogiéndose de hombros guió al animal en la dirección desde la que le llegaba la algarada. Sentía curiosidad por ver qué era aquello tan divertido que estaba pasando allá arriba.

* * *

Cuando Violeta regresó al claro donde había dejado a su hermana una hora antes y no la encontró, se temió lo peor: se imaginó a la pequeña adentrándose aún más en el bosque, siguiéndola, para terminar perdida y sola. En verdad le extrañaba, pues Isobel siempre había sido una niña obediente y cauta, pero no se le ocurría otra posibilidad. Maldijo por lo bajo y rápidamente se agachó y empezó a examinar el sotobosque que crecía alrededor, tratando de encontrar el rastro de la chiquilla; ya tendría tiempo de enfadarse cuando la encontrara. Pero no encontró más pisadas que las suyas propias abandonando el claro e internándose en la espesura. Se levantó y observó en derredor, esperando descubrir a su hermana ocultándose tras un arbusto o el tronco de un árbol, tratando de gastarle una broma. Pero, en cambio, llegó a sus oídos el grito de un hombre, acompañado de varias risas y voces diversas. Se volvió con rapidez y distinguió, a través de la maleza, varias siluetas más allá del límite del bosque que, a juzgar por sus movimientos, parecían estar celebrando algo. Y entonces cayó en la cuenta de que aquello no podía ser una casualidad: su hermanita no estaba allí donde la había dejado, y un grupo de extraños estaba a escasos veinte metros del lugar. “¡Mala sombra!”, susurró, y lentamente avanzó hacia la linde para ver qué estaba aconteciendo al otro lado.

Cuando llegó vio, desde su escondrijo en la espesura, a un grupo de hombres exaltados. Uno de ellos empezó entonces a silbar mientras los otros vociferaban y jaleaban entre risas a alguien que se retorcía en la hierba, a sus pies. Tres de ellos, de espaldas al bosque, formaban una barrera que le impedía ver qué sucedía exactamente. Había siete hombres, y sus caballos pastaban ajenos al alboroto tras ellos. Todos iban bien armados y protegidos con finas cotas de malla, pero fue el emblema que llevaban bordado en sus blusones lo que permitió a Violeta identificarlos como soldados del Duque de Rosswyn. Era extraño encontrarlos allí, tan lejos del camino y de las tierras de su señor. Aquello no podía ser casual, se dijo cada vez más nerviosa. Cuando se disponía a moverse hasta un lugar desde el que tuviera mejor ángulo de visión, la silueta de un octavo hombre montado sobre su caballo apareció subiendo la colina en dirección al grupo. Pero rápidamente se dio cuenta de que había algo distinto en él, en su porte, en la forma extraña en que se movía y guiaba al animal.

Violeta permaneció donde estaba, inmóvil. No quería ser descubierta por aquél tipo, que ahora hacía avanzar a su montura hacia el círculo que formaban los otros, que parecían no apercibirse de su presencia de tan distraídos como estaban.

—¿Qué está pasando aquí? —oyó preguntar al hombre, con una voz firme y clara de acento extraño, un acento que parecía arañar el aire.

Los soldados callaron al instante y se volvieron llevando las manos a las empuñaduras de sus armas, pero al reconocerle detuvieron el movimiento y sonrieron de nuevo.

—Nos estamos divirtiendo —dijo uno de ellos, y los demás se rieron.
—Si quieres divertirte tú también, ponte a la cola —añadió otro, y luego le dieron la espalda para seguir con lo suyo.

El jinete no contestó, pero hizo desplazarse lateralmente al caballo, buscando mejor línea de visión entre los hombres que habían vuelto a formar un corro, y cuando el Sol que la cegaba dejó de estar sobre su hombro, Violeta pudo verlo claramente: unas orejas puntiagudas coronaban el rostro cubierto de negro y terso pelaje, y unos grandes ojos rasgados, amarillos, lo observaban todo sin perder detalle. ¡Era un hombre gato! ¡Un Rastreador! Un momento después vio como éste fruncía el ceño, al parecer disgustado, y cómo abriendo su hocico de largos y afilados dientes, gritaba:

—¡Basta, bellacos! ¡Tan sólo es una cría!

Al oír esas palabras se confirmaron sus peores sospechas, unas sospechas que había tratado de mantener alejadas hasta entonces, y un sentimiento de rabia e impotencia se apoderó de ella hasta nublarle la visión. ¿Qué podía hacer ella contra soldados armados y entrenados para la guerra?

—¡Que te zurzan! —oyó que contestaba uno de ellos, gritando también —, ¡lo que tienes es envidia por no haberla encontrado tú!

—¡Eso es! —Apostilló otro —¡Si no quieres esperar a que te toque, tírate al chico! ¡A nuestro señor no le importará que se lo entregues después de sodomizarlo!

Tras esas palabras los hombres estallaron en carcajadas, pero se silenciaron al instante cuando el hombre gato saltó con agilidad del caballo al tiempo que sacaba su larga espada de la vaina.

—He dicho que dejéis en paz a la niña. Y no lo volveré a repetir —susurró el Rastreador en un extraño tono que puso la piel a gallina de cuantos lo escucharon, incluída Violeta en su escondite.

Los soldados retrocedieron primero un par de pasos en silencio, pero luego se miraron unos a otros y, asintiendo, desenvainaron sus espadas y formaron una línea frente al hombre gato. Tras ellos se levantaba del suelo un octavo hombre, que ajustándose las ropas se volvió también, dejando en el suelo, entre la hierba aplastada, un pequeño cuerpo inerte.

Violeta, al ver el cuerpo medio desnudo de su hermana, con la ropa hecha jirones, no pudo evitar por más tiempo que las lágrimas se derramaran deslizándose por sus mejillas, y se cubrió la boca con las manos para evitar que los sollozos la delataran. Aún había una posibilidad, se dijo, tratando de serenarse. Aquél hombre gato podía salvar a Isobel. Debía salvarla.

—¿Acaso quieres morir? —Dijo uno de ellos, adelantándose con la espada dispuesta —. El Duque de Rosswyn nos ha dado órdenes de que le llevemos al chaval, pero no ha dicho nada sobre tí. Puede que hasta nos agradezca el no tener que pagarte por tus servicios.

El hombre gato se tensó, al tiempo que siseaba una advertencia:

—He callado ante demasiadas cosas en el pasado, pero ésto no lo voy a consentir. Montad en los caballos e iros. O tendré que mataros. Yo le llevaré el chico a vuestro amo.

—¿Estás loco? ¿O es que no sabes contar? Ni tus siete vidas te librarán de dejar este mundo si no guardas tu arma ahora mismo. Nos sobra una espada —fue la ingeniosa respuesta del soldado, a la que sus compañeros respondieron con risas nerviosas. Pero pronto callaron al ver que el Rastreador hacía caso omiso de sus últimas palabras, y a un movimiento de cabeza del que parecía el líder empezaron a rodearlo lentamente. Eran conocedores de la fama de aquél tipo y, aunque le superaban ampliamente en número, no las tenían todas consigo.

—Os avisé —susurró de nuevo el hombre gato, que a una velocidad vertiginosa se lanzó contra el soldado que estaba más avanzado con la espada por delante. Antes de que sus compañeros reaccionaran la espada había entrado y salido de su pecho, trazando una fina línea roja en el aire, atravesando la cota de mallas como si nunca hubiera existido. El hombre permaneció en pie unos segundos, con la mirada perdida, antes de caer al suelo como un muñeco desmadejado.

Al ver caer a uno de los suyos, los hombres del Duque reaccionaron al fin, y todos a una se abalanzaron sobre el Rastreador, que esquivó con facilidad las primeras estocadas, y dando un par de volteretas hacia atrás consiguió romper el cerco y alejarse del acero que buscaba su carne. Acto seguido volvió a saltar sobre el que había quedado más cerca y le traspasó el cuello con un rápido movimiento, y mientras el hombre se arrodillaba en el suelo ahogándose en su propia sangre dirigió una nueva estocada al próximo oponente, que para su sorpresa logró desviar. Supuso que el tipo había tenido suerte, pero aquél instante de duda, de incredulidad, le hizo perder unos preciosos segundos que unos de sus enemigos supo aprovechar, y la punta de una hoja saboreó su sangre, trazando una línea roja en el aire.

Violeta, desde la maleza, observaba impresionada el sangriento espectáculo, y casi saltaba al ritmo en que lo hacía el hombre gato. Éste se había alejado nuevamente del grupo y se había llevado la mano libre a las costillas, allá donde lo habían herido. Los seis hombres que aún quedaban en pie avanzaban hacia él de nuevo, tratando de rodearlo. Ninguno se reía ya.

Él esperó a que se acercaran y los señaló con la espada al tiempo que con la otra mano mostraba una daga larga, de hoja curva. Luego susurró, con un tono de desprecio en la voz:

—No quiero mataros, aunque sin duda lo mereceis. Iros ahora, antes de que cambie de opinión.

Los soldados se miraron de nuevo y negaron con la cabeza casi a la vez.

—Tienes que pagar por las muertes de Joi y Arnor, gato —graznó uno de ellos, con voz temblorosa —. Además, nos has arruinado la diversión, maldito seas. ¡No le hacíamos mal a nadie!

Esas últimas palabras parecieron enfurecer aún más al Rastreador, que dirigió su mirada a la pequeña que yacía inconsciente junto a él para luego, con el corazón inflamado y gruñendo con una ferocidad que debilitó la moral de sus enemigos, se lanzó contra éstos, que sorprendidos y asustados trataron de defenderse. Violeta asistió entonces a un combate brutal y sin concesiones, un combate que la acompañaría en forma de pesadillas durante mucho tiempo, en el que la sangre manó a borbotones de las heridas y miembros amputados cayeron sobre la hierba, tiñendo sus tallos de rojo oscuro.

Unos minutos después sólo se mantenía en pie el hombre gato, cubierto de sangre y aún sosteniendo las dos armas en alto. Permaneció así un tiempo, sin mover ni un músculo, el único movimiento perceptible el de su pecho al ritmo de su respiración, y Violeta le imitó a pesar de la necesidad imperiosa de salir corriendo en busca de su hermana. Cuando al fin se movió, lo hizo lentamente, tomando aire y observando a su alrededor. Todos los caballos excepto el suyo se habían alejado del lugar, y el suelo estaba cubierto de cadáveres, sangre y vísceras. Más allá estaba la niña, aún desvanecida, inmóvil. Violeta, siguiendo la mirada del Rastreador, reparó entonces en el fardo que había sobre la grupa del animal: en realidad era un chico que, atado, observaba boquiabierto el resultado de aquella carnicería.

El hombre gato limpió sus armas y las guardó en sus respectivas vainas, y luego caminó hacia la niña, se arrodilló sobre ella y comenzó a examinarla. Violeta lo observaba todo sin saber qué hacer: temía por su hermana y por ella misma. El hecho de que aquél hombre hubiera ayudado a su hermana no quería decir nada; conocía de sobra la reputación de los de su oficio. Y en eso andaba pensando cuando, repentinamente, él levantó su gatuna cabeza y miró directamente hacia el lugar donde se ocultaba. Luego se levantó, cogiendo a la pequeña Isobel en brazos, y dando un paso en su dirección dijo, con voz calma:

—Puedes salir, no te haré ningún daño.

Violeta salió al fin de la espesura e, intentando no mirar a los cadáveres que cubrían el terreno y a pesar de que temblaba como una hoja, continuó avanzando bajo la atenta mirada del hombre gato hasta situarse frente a él.

—Es mi hermana —dijo, con un hilo de voz, señalando a Isobel.

—¿Vivís cerca de aquí? —preguntó él, mirándola a los ojos. Ella bajó la vista, cohibida, y contestó con voz temblorosa, señalando hacia el este:

—A casi tres mil pasos, tras las colinas...

—Sea pues. Debemos darnos prisa, tu hermana necesita cuidados –sentenció él.

Dicho ésto se giró y avanzó a grandes pasos hacia su caballo. Violeta, tras un instante de duda, volvió rápidamente atrás para recoger la cesta de las hierbas que había traído del bosque y que había dejado entre unas zarzas; probablemente las iban a necesitar antes de lo previsto. Tras eso regresó junto al hombre gato, que ya había depositado a Isobel sobre la silla de montar y ahora descargaba al muchacho atado, que lo miraba acongojado, y lo dejaba sobre la hierba. Luego, sacando la daga curva, se acuclilló sobre el chico, que comenzó a llorar y a gritar implorando por su vida. Violeta observaba la escena petrificada, sin saber qué hacer. Y entonces, con un rápido movimiento, de una sola pasada, el Rastreador cortó las cuerdas que mantenían inmovilizado al prisionero y volvió a alzarse.

—No más sangre hoy. Ni más trabajos indignos en el futuro. Puedes irte, chaval.

El muchacho aún permaneció en el suelo un buen rato, perplejo, observando boquiabierto al hombre gato y a la extraña joven, de ojos de un imposible color violeta, mientras se alejaban en dirección este, guiando al caballo y a su carga hacia los campos que se extendían más allá de las colinas.

* * *

—¿Estáis herido? —preguntó la muchacha, esforzándose por mantener el ritmo del hombre gato, que a pesar de que parecía cojear un poco caminaba más deprisa que ella.

—Sí —respondió él, mirándola por encima del hombro —, pero mis heridas curarán en un par de días. Son las de tu hermana las que me preocupan: las heridas que se inflingen en el alma son las más difíciles de sanar.

La joven asintió despacio y siguió avanzando apesadumbrada: se sentía culpable por lo sucedido, y temía que su hermana nunca volviera a ser la misma. Luego pensó en sus padres, y en cómo se tomarían aquella desgracia. No pudo evitar que las lágrimas asomaran de nuevo a sus ojos.

—¿Cómo te llamas? —preguntó el Rastreador de improviso, alejando los malos pensamientos de su mente.

—Violeta —contestó ella, agradeciendo de pensamiento que le hubiera hecho aquella pregunta.

—Mi nombre es Zai. Zai u’Rznarr. Lamento que nos hayamos conocido en tan funestas circunstancias.

Tras la escueta presentación siguieron caminando, cada uno sumido en sus propios pensamientos, sin percatarse de que alguien los seguía en la distancia.

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